Había estallado el escándalo.
Media Sevilla se llevaba las manos a la cabeza, estupefacta e incapaz de reaccionar; la otra media, simplemente, reía a carcajadas, sonoras carcajadas, sonrojantes carcajadas…
Que si era un usurero, un miserable, un avaricioso… de todo menos bonito, el “pitido” de los oídos de don Antonio de Orleans, duque de Montpensier, debía escucharse desde la dehesa de Tablada hasta el campanario del monasterio de San Jerónimo por lo menos.
Críticas desaforadas, menosprecios, detracciones… y, sobre todo, la guasa sevillana, la irremediable guasa sevillana que en juicio sumarísimo dictaba sentencia: había nacido el “Rey Naranjero”.
Yo soy el Rey Naranjero
de las huertas de Sevilla,
quise atrapar un sillón
y me quedé sin silla.