30 de julio de 2010

No me gustan los toros

No me gustan los toros. Ni voy de progre, ni de cultureta, ni soy un apátrida ni la Juana de Arco de los animales; ni siquiera pretendo que nadie cambie de opinión tras leer estas líneas. Es lo que pienso y punto.

No me gustan los toros, aunque tampoco me gusta ver como cada vez se restringen más las libertades a mi alrededor. Siempre he considerado que prohibir es un acto de cobardía, sin ir más lejos esta ley se ha aprobado en Cataluña, donde era fácil sacarla adelante. En el Sur nadie ha levantado la voz; si acaso todo lo contrario.

No me gustan los toros, aunque respeto el festejo como tradición. Otra cosa es que esté de acuerdo con ella. También lo era tirar una cabra de un campanario, lo cual pudo ser muy respetable en su momento, hoy no: las tradiciones no deben caer en el olvido, pero no por ello hay que seguirlas, si acaso adaptarlas.

No me gustan los toros, aunque formen parte de nuestra historia. Y si es cierto que no podríamos entender nuestro pasado sin estos festejos, tampoco podríamos hacerlo sin muchas otras cosas que ya han desaparecido.

No me gustan los toros, menos cuando dicen que es mi fiesta nacional. Y mucho menos aún cuando hay gente que trata de meterla con calzador entre los valores y señas de identidad de mi país. Hoy día muchos opinan igual que yo y, en este Estado que de momento puede considerarse plural, poner etiquetas tan alegremente está de más.

No me gustan los toros y no lo considero arte. No me emociona el sufrimiento, y menos cuando es obligado. El dolor, la sangre, el miedo, como mucho, sólo pueden despertarme un sentimiento de lástima… y eso para mi no es arte.

No me gustan los toros, y menos que algunos se escuden en los escritores que han tenido en la tauromaquia su fuente de inspiración para defenderla. Los mismos que hoy desentierran versos de Lorca y frases de Valle-Inclán olvidan deliberadamente las críticas que los Quevedo, Lope, Larra o Unamuno vertieron sobre unos festejos que siempre consideraron fuera de lugar y crueles.

No me gustan los toros y no entra en mi cabeza ese argumento de que la continuidad de la raza dependa de que sigan celebrándose corridas. En la Edad Media también se toreaban cerdos, y no es que se hayan extinguido precisamente porque dejara de hacerse.

No me gustan los toros y menos que intenten manipularme bajo el podrido manto de la política. Aquí cada uno se ha subido al carro que mas le ha convenido, y si unos han dado palos para mendigar votos, otros los han encajado para no perderlos. Estar en contra de los toros no es de izquierdas ni de derechas ni nacionalista ni independentista, como tampoco lo es estar a favor. Sólo que, como suele suceder, nuestra clase política es tan mediocre que no tiene otra forma de ganar adeptos. O, como mucho, de mantenerlos.

Y ya termino repitiendo una vez más, por si no ha quedado claro, que no me gustan los toros.

28 de julio de 2010

Tenía que pasar...

Se veía venir… Eran tantos los cambios, las prohibiciones, los cortes de tráfico, las modificaciones para el carril bici, para el tranvía, para el Metro… tantas infraestructuras para la movilidad, para la accesibilidad, para la sostenibilidad, para todo lo que acabe en -ad… tantos sentidos únicos, dobles sentidos, cambios de sentido, tantas cosas con sentido y sin sentido que al final alguien se tenía que hacer un lío… Y se lo hizo…

Paso de cebra "combinado" con aparcamiento para minusválidos en la calle Baltasar Gracián

25 de julio de 2010

La Pila del Pato, 1ª Parte: Orígenes

La Pila del Pato es una de las fuentes mas singulares de Sevilla. No destaca precisamente por su originalidad, su belleza o su estilo, ya que al fin y al cabo es similar a muchas otras de las que se pueden encontrar a lo largo y ancho de la complicada geografía hispalense, sino por lo insólito de su ajetreada existencia.
Tanto es así que repasar la historia de esta fuente es repasar la propia historia de la ciudad, a la que ha estado ligada prácticamente desde sus orígenes.
Heredera de un simple surtidor de agua de la Isbilya almohade, nace como símbolo de la grandeza y riqueza del Puerto de Indias, espejo del Mundo conocido y por conocer.
Testigo de excepción en la forja de la personalidad hispalense, es una de las primeras víctimas de la piqueta implacable del siglo XIX para ser trasladada más tarde a la Alameda de Hércules, donde se integra en ese universo de toreros y cantaores que tras el desastre del 98 etiquetarían la Sevilla de los albores del siglo XX.
Las transformaciones urbanísticas la llevan al Prado de San Sebastián, donde recibirá a los viajeros que por tren o autobús arriban a una ciudad que con el sueño de la Exposición del 29 intenta despertar tras siglos adormilada, aunque finalmente quedaría relegada a simple punto de encuentro para los visitantes de la Feria de Abril.
Otras transformaciones urbanísticas, que en este caso podríamos encuandrar dentro de las abominaciones permitidas durante el tardofranquismo, la trasladan de nuevo: hay que hacerle hueco al mastodóntico edificio de los Juzgados, ejemplo del desprecio absoluto a la Sevilla que quisieron construir los Aníbal González o Talavera.
Un efímero hospedaje en las Mercedarias deja paso a su actual descanso en la Plaza de San Leandro, bajo las ramas del inmenso laurel de las Indias y al amparo de la portada que Juan de Oviedo labrara al convento que bautiza el lugar.
Las primeras referencias que tenemos de esta fuente nos remontan a la Edad Media, cuando encontramos una pila de agua adosada a la fachada de la Mezquita almohade que ocupaba el lugar donde hoy se levanta el Banco de España.
Junto a la Pila del Hierro, situada cerca del Sagrario de la Catedral y que recibía ese nombre porque en sus inmediaciones se vivió unos de los episodios bélicos mas sangrientos de la toma de Sevilla, de tal magnitud que varias décadas después aún era posible encontrar restos de armas abandonadas, eran las dos fuentes mas importantes de la ciudad.
Ambas recibían el agua de los Caños de Carmona a través de las conducciones que aún hoy son visibles en el lienzo de muralla que discurre paralelo al Callejón del Agua y que, según parece, se prolongaban bajo la actual calle Hernando Colón, entonces Alcaicería de la Seda.
Hay que destacar que por esa época las fuentes eran elementos meramente funcionales, ni servían de adorno ni de ornato público, o lo que es lo mismo, su uso se limitaba únicamente a dar de beber a los vecinos y proporcionar a los artesanos y gremios de la zona el líquido necesario para llevar a cabo sus labores, como limpiar el género que se vendía en las Pescaderías reales que se encontraban en el lugar que hoy ocupa el Ayuntamiento o humedecer las pieles utilizadas en la confección de calzado por los chapineros establecidos en la calle del mismo nombre.
A principios del siglo XV el rey Enrique II dignifica la pila, dotándola de 18 pajas de agua, lo cual la convertía en la de más caudal de toda la ciudad, pero parece ser que de poco le sirvió ya que en 1576 se encuentra tan deteriorada que el arquitecto de las obras de la Catedral, Asensio Maeda, al tratar su reforma decide demolerla y ubicar en su lugar una nueva, para lo cual recurre al escultor Diego Pesquera y a Bartolomé Morel, de cuya fundición de bronces ya se habló en la entrada de la Fábrica de Artillería.
La idea es aplaudida de inmediato, no en vano el escenario ha cambiado por completo: en el solar de la vieja mezquita han labrado sus casas los Genoveses, las Pescaderías Reales han cedido su sitio a las nuevas Casas Consistoriales, junto a la embocadura de la calle Sierpes se ha construido la Cárcel Real y, en definitiva, la Plaza de San Francisco se ha convertido en el centro de la ciudad que canaliza las relaciones con el Nuevo Mundo.
No había vuelta de hoja: reformar la vieja pila de agua era poco menos que un menosprecio dada la importancia que había adquirido este foro hispalense de nuevo cuño y por ello se decide crear una fuente exenta (la primera de este tipo construida en la ciudad) siendo decorada según los gustos de moda en el Renacimiento italiano y rematándose con una escultura en bronce de Mercurio Argifonte, dios del comercio, toda una declaración de principios teniendo en cuenta que Sevilla era en ese momento una de las principales capitales comerciales del mundo conocido, si no la que más.
Esta nueva fuente no se limitará ya a dar de beber a los habitantes de la collación y ayudar a los artesanos en sus labores, sino que pasa a convertirse en un nuevo referente monumental que complementará el principal centro de poder de la Nueva Roma primero para, a continuación, ser testigo de la progresiva decadencia y oscurecimiento que aletargará la ciudad con el devenir de los siglos.
Desfiles, procesiones, visitas reales, corridas de toros, autos de fe, motines, terremotos… La vida de la ciudad es presidida por este Mercurio Argifonte que con el agua de su surtidor intenta aliviar las penurias de una urbe en declive que entierra a la mitad de sus vecinos en 1649 tras la terrible epidemia de peste, que pierde toda esperanza de recuperación con el traslado de la Casa de la Contratación a Cádiz y que sufre impotente el implacable saqueo de las tropas napoleónicas comandadas por el Mariscal Soult.
Así entramos en el siglo XIX, el de las transformaciones urbanísticas, el de los cambios e, irremediablemente, el de la piqueta. Como si de una pompa de jabón se tratara, todo estalla a su alrededor: caen las casas de los Genoveses, cae la Cárcel Real, cae el Convento de San Francisco, a punto está de caer el mismísimo Ayuntamiento, y cae, por supuesto, nuestra fuente, desmantelada en 1833 por el Asistente Arjona.
La estatua de Mercurio Argifonte es trasladada a los nuevos jardines que se están construyendo a las afueras de la Puerta de Jerez, las llamadas Delicias, donde permanecerá junto a una alberca hasta los años setenta del siglo XX, mientras la vieja fuente de Asensio Maeda es sustituida por otra de trazas mas sencillas que se rematará con un surtidor de bronce representando la figura de un pato.
Desde ese momento la Pila del Pato escribirá la historia en su propio nombre.

22 de julio de 2010

El declive de la Sevilla faraónica

Malos tiempos para la Sevilla de los proyectos faraónicos, la de los edificios estelares firmados por arquitectos estelares que, a imagen y semejanza de lo ocurrido en Bilbao con el llamado efecto Guggenheim, deberían sacar a la ciudad del letargo en que se halla sumida desde hace años.

La fórmula no es nueva por estos lares, de hecho podíamos haberla patentado siglos atrás con aquel “fagamos una iglesia tal e tan grande que los que la vieren nos tomen por locos” pronunciado durante la construcción de la Catedral, obra faraónica para su tiempo como lo fue antes la Giralda o según se cuenta lo fueron los dos palacios que los herederos de Julio César dejaron en las inmediaciones del Corral del Rey. El mismo Aníbal González tuvo sus delirios egipcianos en la Basílica de la Inmaculada Milagrosa a los pies de la Buhaira.

En esta ocasión, pese a todo, había algo novedoso y es que la intervención faraónica no se limitaría a un único, caro y brillante edificio, sino que poco menos que se insertaba todo un Valle de los Reyes de golpe y porrazo en la trama urbana hispalense.

Por iniciativa pública o privada, pero siempre con el beneplácito de la, en cuestiones de poco calado siempre inflexible, Gerencia de Urbanismo, aterrizaban en San Pablo los Jürgen Mayer, Zaha Hadid o César Pelli con el objetivo de rescatar una ciudad que desde la última Exposición Universal estaba quedando cada vez más atrasada respecto a otras urbes españolas como Valencia, Bilbao o Zaragoza.

Y así llega la modernidad a Sevilla, que lo primero que hace es sumar a su tradicional bipolaridad dos nuevos bandos: los todomegusta y los nadamegusta. Ipso facto, la clase política se alinea, los periodistas se alinean, los ciudadanos se alinean, todo el mundo se alinea y pim, pam pum, comienza la batalla: primero de forma dialéctica en los medios de comunicación afines a cada bando para después pasar a la artillería pesada de los juzgados.


Es ahí donde se cobra la Sevilla faraónica la primera de sus bajas, la Biblioteca de hormigón que perpetuaría eternamente la gloria del Rector en el Prado de San Sebastián. La Sevilla del nadamegusta enarboló la bandera de la ecología y aferrándose a los árboles arrancados de un parque con poco mas de diez años de vida logró tumbar un proyecto nada más y nada menos que de Zaha Hadid, una de las arquitectas mas prestigiosas de nuestro tiempo que seguramente estará en estos momentos llorando su desdicha en algún escondido rincón del planetaTierra. Eso está claro…

Otro juicio, el de la UNESCO, tuvo que sortear el obelisco faraónico que en Puerta Triana se levantaría a la gloria eterna de Cajasol: la torre Pelli.

Una nueva contradicción de esta bendita ciudad, que observa como una caja catalana, La Caixa, pondrá en valor (o al menos lo tiene proyectado, que hasta el rabo todo es toro, y mas por estos lares) una de sus joyas patrimoniales abandonadas, las Atarazanas, mientras la banca local se empeña en desdibujar la que venía siendo su tradicional silueta desde que a los almohades les diera siglos atrás por levantar el alminar más alto del mundo.

Seguramente la Sevilla del todomegusta tendrá ya comprados los fuegos artificiales para lanzarlos desde el mirador de la Torre que nos meterá de lleno en la modernidad, del rascacielos sobre el que se cimentará el Manhattan cartujano, la Défense del Sur de Europa, de ese edificio mágico que además de dar puestos de trabajo no tendrá impacto alguno sobre el difícil tráfico de la zona y, lo que es más maravilloso, ni siquiera sobre el paisaje urbano hispalense. Será porque va a ser de cristal, que la hará transparente

Precisamente hoy se ha conocido el veredicto que, hasta próximo imprevisto, prolongará las obras del Metropol Parasol, las populares Setas de la Encarnación, personalmente el proyecto que más me agradaba de esta hornada faraónica al ser el único que resolvía verdaderamente problemas reales de la ciudad, recalco la negrilla de ese reales.

Errores de proyecto, fallos técnicos, desfases, intervenciones de última hora… toda excusa vale para casi duplicar el presupuesto inicialmente previsto para concluir las obras, una absoluta aberración en estos tiempos de crisis que cada uno sortea como buenamente puede.

Las posibles soluciones tampoco es que invitaran al optimismo: o se demolía lo ejecutado, lo cual desacreditaría completamente a la ciudad ante la opinión pública aunque no dejaría de ser una cura de humildad para sus responsables; o se continuaba hasta el final (ejem, repito ese hasta el rabo todo es toro…), que es por lo que finalmente se ha optado, una de esas decisiones que sólo pueden pasar por la cabeza de los políticos, ya que cualquier hijo de vecino en esa situación seguramente le buscaría un desenlace más económico al asunto.

Es el camino que yo habría tomado: buscar otra solución a las Setas. Y es que teniendo en cuenta que las obras del Antiquarium, la Plaza y el Mercado, tres de los cuatro puntos del proyecto, ya están bastante avanzadas y podrían concluirse dentro de un presupuesto y plazos coherentes, se podría haber hecho un concurso de ideas para darle una nueva respuesta formal a los postes de hormigón que en la actualidad se levantan sobre la Encarnación.

Nueva respuesta formal que tuviera un presupuesto inferior, cerrado y que permitiera su ejecución con el Mercado en funcionamiento para no dilatar más la espera de los placeros, ya que evidentemente concurso y licencias supondrían un nuevo parón a las obras pero, ¿quién asegura que los nuevos plazos tras esta ampliación son definitivos?

Sea como fuere, la suerte está echada, 30 millones de euros vuelan hacia la Encarnación y esperemos que, como decía Juan de la Cosa, ésta sea "la refinitiva". Por nuestro bien.

Y por nuestro bien que, al menos en los próximos años, se tome buena nota y los presupuestos faraónicos se diluyan como un azucarillo por el resto de la ciudad, que falta le hace. Quizás peque de demagogo, pero con estos 30 millones y, por ejemplo, lo invertido en el Estadio Olímpico (obra cumbre de la anterior Dinastía que se estima en unos 120 millones), podríamos haberle ganado algunas horas a los atascos de tráfico. Incluso días