14 de febrero de 2010

La Giralda en 1917

Y se hizo la luz.
Era una fría noche de Diciembre de 1917 cuando un resplandor sesgó la oscuridad entre el repique de campanas y el júbilo de los que se arremolinaban en los aledaños de la Catedral.
La Giralda era mas que nunca el faro que focalizaba el orgullo de una ciudad convulsa que atravesaba tiempos difíciles. La Turris Fortíssima presumía esplendorosa quebrando las tinieblas que envolvían el cielo sevillano, ese cielo que cada vez quedaba mas lejos.
El milagro lo habían hecho posible los 56 pebeteros y linternas que Hernán Ruiz había colocado al ampliar el viejo minarete almohade en combinación con cientos de bombillas repartidas por todos los rincones posibles de la torre: por los paños de sebka, las cornisas, las ventanas, los costeros. No escapaba ni el Giraldillo, aún Santa Juana en la nomenclatura popular, a esta explosión de luz y color.

Giralda Voto Concepcionista

Aunque hoy pueda resultarnos una estampa curiosa no era la primera vez que la Giralda se transformaba en un impresionante candelabro desafiando la noche; de hecho era ésta una de sus funciones, ser un “faro místico a través del que se iluminaba espiritualmente la ciudad”. Y así había sucedido varias veces a lo largo de la historia, principalmente para conmemorar actos religiosos y civiles de relevancia, causando algunas veces daños en la propia torre por los métodos empleados, como cuando en 1633 se colgaron cuerdas prendidas en fuego del cuerpo de campanas.
Pero en 1917 todo estaba mas controlado y planificado. No podía ser menos teniendo en cuenta que se conmemoraba el III Centenario del Voto Concepcionista, al que la ciudad estaba muy ligada (no en vano había sido una de sus principales valedoras) y para ello se celebraron durante varios días todo tipo de procesiones, festejos y actos públicos aunados al grito de “Sevilla por la Concepción”. La iluminación de su máximo icono sería el punto culminante, como no podía ser menos.
Lo realmente novedoso era esa combinación a la que anteriormente se hacía alusión de las luminarias dispuestas por Hernán Ruiz con la luz proporcionada por la energía eléctrica. Se mezclaban, aunque tarde como suele suceder por estos lares, tradición y progreso: los viejos pebeteros con las modernas bombillas, los antiguos utensilios con los avances tecnológicos.
Alcanzaba así la mayoría de edad el camino iniciado en 1889 por don Enrique Bonnet y Ballester al abrir la primera central eléctrica junto a la calle Sierpes y continuado de forma mas generalizada (y monopolizada) por la “Compañía Sevillana de Electricidad” a raíz de su fundación en 1894. La electricidad no sólo iluminaba las calles y plazas de la ciudad, sus teatros y edificios relevantes: iluminaba su imagen mas representativa, su centro de gravedad, su corazón mismo.
Nos deja este tipo de iluminación una estampa que difícilmente podría volver a repetirse en nuestros días ya sea por cuestiones de conservación, por estética o por esos criterios de sostenibilidad ahora tan de moda. Y es que los tiempos cambian, aunque siempre es bonito darse un paseo por los callejones del recuerdo.
PS. La imagen está escaneada de un folleto de la época, así que espero sepan disculpar su escasa calidad.

11 de febrero de 2010

Estampas de la Crisis

Aún no habían dado las 9 de la mañana cuando un chaval improvisaba su "puesto" de naranjas y fresas en la rotonda de Santa Clara, frente al Polígono Calonge. A pocos metros observaba Manu, desde hace algo mas de dos años tercer integrante del semáforo de Kansas City tras el rojo que está parado y el verde que camina: Manu es el que vende kleenex.

Algo más abajo, en el cruce con el viejo puente de la Coca-Cola, prolongación de la Carretera de Carmona, un señor que ha rescatado el viejo gremio de los Wistoneros llama la atención de los coches parados con el brazo en alto y el género (de lujo según impuestos) escondido tras la chamarreta.

Supongo que serán los efectos de la crisis, esa maldita e interminable crisis que vuelve a dejarnos estampas que no se veían desde hace años. Estampas difíciles que en muchos casos teníamos desterradas no sólo de nuestras calles, sino de nuestros propios recuerdos.

A la misma hora los Gozalo, Roberto Gómez y demás fauna radiomarquil se enfrascaban en una trascendental discusión comparando el sueldo de los parlamentarios con el fichaje de Cristiano Ronaldo, todo ello auspiciado por las palabras del señor Bono en pleno síndrome post-vacacional como telón de fondo.

Se les notaba lúcidos, seguramente serán parte de esa media España que no se acuesta a las tantas para ver en directo las capulladas de los Ninis o las peleas de Indira y Arturo.

Se ha pinchado la burbuja inmobiliaria, vale, pero en paralelo y con la excusa de entretener a la gente para que se olvide de sus problemas se ha creado otra que amenaza con quedarse por muchos años. Una burbuja de necios e impresentables que día a día se hace mas grande y consistente.

Dos caras para una misma realidad en la que unos se ponen las botas y otros caminan descalzos.

7 de febrero de 2010

La Cruz de la Parra

Podría decirse que la calle Monsalves siempre se encuentra a medio camino.

Eje de tranquilidad que atraviesa triángulo de vida delimitado por el bullicio de San Eloy, la vorágine comercial de la Plaza del Duque y el ajetreo turístico al Museo de Bellas Artes, esa tendencia a estar en tierra de nadie quizás haya servido para que se pudiera salvar, si establecemos la comparación con otra calles del entorno, buena parte de la esencia y señas de identidad que atesora desde antaño.

No a medio camino, sino en dos caminos la divide Almirante Ulloa, antigua calle del Clavel por el que estaba pintado en una de sus fachadas; curioso cuando menos, si hoy tuviéramos que nominar nuestras calles por lo dibujado en sus paredes la mitad de ellas se llamarían “Cabesa”, “Saray Te Quiero” y lindezas por el estilo.

Un Clavel que hacia la actual Silencio, antigua General Moscardó y mas antigua Riego, marcaba los límites de la calle Monsalves, llamada así por el magnífico palacio que los caballeros de dicha familia labraron en el siglo XVI, donde se hospedó durante su estancia en Sevilla el viajero inglés Richard Ford.

Fruto de esa estancia es el dibujo que acompaña estas líneas, en el que podemos ver el estado que presentaba el magnífico caserón antes de que el nieto de su anfitrión, don Tulio O’Neill, marqués de la Granja, lo vendiera a Javier Sánchez Dalp (al que ya conocimos cuando se habló de la Plaza del Duque y del Humilladero de San Onofre), no sin antes llevarse la magnífica portada a su Córdoba natal, concretamente al palacio de Benagiar, propiedad de su familia. El edificio que hoy podemos apreciar es fruto de una reforma efectuada por Aníbal González entre 1906 y 1908.

El tramo que nacía en el Clavel y seguía en dirección contraria, es decir, hacia la embocadura con la Plaza del Museo, donde se encontraba la Portería del Convento de la Merced cuando toda la plaza era Casa Grande de los religiosos mercedarios, se llamaba calle Cruz de la Parra por “una cruz de madera que hay en una pared que tuvo junto a una parra, la que le dio nombre”, según palabras de otro ilustre veterano de esta página, el siempre recurrente Félix González de León.

La parra no sólo dio nombre a esta calle sino que hizo lo propio con un corral de vecinos que ocupaba los actuales números 29 a 33 y con un famoso horno que en 1782 se fundaba en el número 35, el renombrado Horno de la Parra, junto al de San Buenaventura uno de los mas antiguos y tradicionales de Sevilla. No hace falta decir que de parra, cruz, horno y corral no ha llegado a nuestros días nada de nada.

O al menos es lo que parece a simple vista, ya que si uno se fija mucho puede encontrar, casi escondido, uno de los últimos recuerdos que quedan de tiempos pasados, esos en los que figuraba entre sus vecinos el escultor Luis de Figueroa, que también dio nombre a la calle durante unos años; o el valiente barbero al que Rinconete y Cortadillo espantaron a cambio de 20 ducados.

Por que una vez más a medio camino, en esta ocasión el que delimitan la privacidad de un balcón y lo público de la fachada en la que se encuentra, se observa un curioso azulejo enmarcado por una cenefa en el que reza “Antigua Calleja Cruz de la Parra”.

En efecto, a la altura del número 16 de la calle Monsalves, escoltada por los dos cierros que flanquean la balconada de la primera planta, encontramos esta cartela similar a las muchas otras que, desperdigadas por la geografía hispalense, recuerdan los viejos nombres de sus calles y plazas.

Llama la atención la altura a la que está colocada, cuando lo normal sería que estuviera bajo la moderna cartela de la calle o en un lugar fácilmente visible de la misma.

Parece como si los vecinos hubieran querido salvaguardar su memoria, protegerla del olvido, hacer un pequeño santuario a esta Cruz de la Parra que incluso se reproduce un poco mas arriba.

Y es que sobre la cornisa que marca la segunda planta del edificio casi se esconde una cruz de escaso tamaño, hueca, pintada en verde, que seguramente será una réplica o interpretación de la que nos describía Félix González de León, original que desaparecería alrededor de 1840 cuando las autoridades municipales decidieron retirar cruces y retablos de la vía pública.

Son éstos los únicos recuerdos que quedan de esa parra que dio nombre a calle, a horno y a corral. Parra que posiblemente sería arrancada a finales del siglo XIX, siendo sustituida hoy día por unos pocos naranjos amén de las buganvillas y el limonero que asoman tras las tapias del 23.

El Horno aguantó hasta hace pocos años, siendo trasladado a finales de los 80 tras abastecer de pan a buena parte de la ciudad, mientras el corral de vecinos desaparecía bajo la piqueta en 1988 para dejar paso a un moderno bloque de viviendas. En fin, el guión de siempre.

Pese a todo, como se dijo al principio, tampoco es que haya sido muy maltratada por la piqueta esta calle Monsalves (ya me refiero a toda su extensión), que todavía conserva en parte ese sabor añejo como denota la colección de cierros y elementos de forja que adornan las fachadas de los edificios que la conforman. Un lugar ideal para escapar evadirse momentáneamente del mundanal ruido, aunque sus esquinas ya no huelan a pan recién hecho ni sea posible buscar la sombra de la vieja parra.

5 de febrero de 2010

De Camela al Maestro Tejera, y viceversa

Días atrás me propuso un buen amigo que escribiera algo acerca del mundillo que se mueve alrededor de la Semana Santa más allá de lo que es la propia Semana Santa, concretamente sobre esos figurantes que por querer figurar mas de lo que pueden figurar terminan desfigurando.

Uno a uno empezaron a desfilar por mi libreta de cuadritos los semidioses del costal, los globetrotters de las cornetas, las sillitas de los chinos, los trajecitos blancos, los móviles grabando a ritmo de silbido, los inevitables cangrejeros, los concursillos de saetas….

Como es un poco exagerado empezar a cabrearse cuando ni siquiera huele a azahar, te pido disculpas querido Javi, pero teniendo en cuenta que me estaba encendiendo demasiado en la entrada y que, según dicen, una imagen vale más que mil palabras, creo que te resumo mis pensamientos aquí abajo.