26 de diciembre de 2010

Recuerdos Navideños

A pesar de que las fiestas navideñas no están precisamente señaladas en mi almanaque particular, he de reconocer que cada año me resulta mas difícil cuando llegan estas fechas no echar la vista atrás y desandar el camino que me lleva hasta mi niñez, hasta mi infancia, hasta esos días en que esperaba con ilusión la llegada de la Nochebuena o el amanecer del Día de Reyes.

Buena parte de la culpa de esta merma en mi agnosticismo pascual la tienen las nuevas tecnologías; antes recibías un Christmas o como mucho descolgabas sin querer el teléfono a la tita de Talavera que llamaba para felicitarte, pero ahora entre etiquetas de Facebook, emails en cadena, tweets masivos y sms prediseñados (aunque este año han dado un bajón, supongo que será cosa de la crisis), a uno no le queda mas remedio que cumplir para no quedar como un bicho raro, y eso que muchas veces estás felicitando a gente que no sólo no conoces sino que, incluso, dudas que exista.

Así que, entre pitos, flautas y flautines, uno se termina metiendo en las Navidades, sean las de 2010 o las de hace 20 años, que son las que intentaré recordar a lo largo de ésta y las siguientes entradas ya que, al fin y al cabo, son las que he vivido (de forma voluntaria, claro).

Tal y como sucede hoy día, se puede decir que la televisión marcaba los tiempos y tendencias de la blanca Navidad con sus programaciones especiales y, sobre todo, los inevitables anuncios, que a veces duraban más que los propios programas en que se publicitaban.

El pistoletazo de salida solían darlo tras el puente de la Inmaculada las muñecas de Famosa caminito del Portal, ese Rubicón pascual en el que uno empezaba a tomar conciencia de lo que se avecinaba en próximas fechas.

Junto a estas muñecas se abría la caja tonta de Pandora al Baby Feber, que según mi abuela se parecía a Paquirrín (el susto que se llevaría si lo viera ahora) o a la Barbie y su alter ego hispano, la Chabel, integrantes junto a la Nancy del trío de rubias encargadas de hacer competencia a Barriguitas y Nenuco en las cartas de las niñas a los Reyes Magos.

En cuanto a los niños, los reyes indiscutibles del bombardeo comercial eran los clics en sus múltiples modalidades y facetas: piratas, romanos, indios, caballeros medievales... Rara era la casa que no amanecía un 6 de enero con una gran caja azul, en la que se advertía de un precio superior a 5000 pesetas, con un barco, un fuerte Randall, un safari o una granja dentro.

Y eso que sus rivales se esforzaban por ser cada vez más sofisticados y embrutecidos, pero todo era en vano: primero Airgamboys, luego Masters del Universo y más tarde GiJoe, uno a uno iban sucumbiendo año tras año a la dictadura muñequil de Famobil, después Playmobil.


Este fuego a discreción comercial no se quedaba sólo en niños y juguetes, sino que apuntaba incluso al mismísimo núcleo familiar; cosa lógica ya que no había consolas, si acaso ordenadores de casete con pantalla monocromo, y las casas solían tener un único televisor. Por ello los juegos de mesa aún tenían la capacidad de reunir a la familia esas noches en que la programación de los dos canales de TVE no daba para mucho, noches en las que los barriletes de los Juegos Reunidos Geyper y los trucos de Magia Borrás se erigían en protagonistas.

También ayudaba la tele a hacerte mayor antes de tiempo: que querías ligar, tu primera colonia, Chispas, con la niña de los dos moños mirándose al espejo; que ibas de listo, los Nova y derivados: Cheminova, Mineranova, Ceranova, Alfanova; por no olvidar el genial SuperCinexin, con su manivela y su bombillita que cuando se fundía desencadenaba un drama familiar.

Y entre anuncio y anuncio, por supuesto, los programas de televisión, una televisión que se volvía monotemática, que respiraba Navidad por los cuatro costados, que lo mismo llenaba de niños el plató del Un, Dos, Tres que tapaba con un gorro de Papá Noel el flequillo de Jesús Hermida que hacía un paréntesis de dos semanas en la telenovela del momento para traernos a la sobremesa la nostalgia de Viento en los Sauces, los fantasmas del señor Scrooge, las campanillas de Qué Bello es Vivir o la eternidad de Lo que el Viento se Llevó.


Por supuesto, también tenían las Navidades sonido propio, el que ponían los muchos grupos infantiles de la época: Parchís, Regaliz, Enrique y Ana, Colorines; en casa concretamente lo hacía un vinilo de villancicos del Grupo Nins, niños y niñas rubitos, guapísimos, angelicales, vestidos siempre como si fueran a hacer la comunión, de esos que hoy no tendrían cabida en televisión salvo que fueran bastardos de Jesulín o estuvieran metidos en algún fregado barriobajero. De hecho el único integrante de alguno de esos grupos que aún se mantiene en la caja tonta es Enrique del Pozo, y no precisamente por su talento musical.

Y si los Nins ponían la música, el color corría a cargo de las pelambreras de los Electroduendes, de los trajes de Torrebruno, las orejas de Pepe Soplillo o simplemente se quedaban en blanco, el blanco de una Cometa que solía alargar su vuelo hasta el atardecer, casi la misma hora a la que mañana dejarán de gritar en Sálvame Diario. Sí, los tiempos cambian.

19 de diciembre de 2010

Mañanita de Setas

Domingo de felicidad plena. Hacía tiempo, y mucho, que no se vivía una mañana tan feliz y alegre en Sevilla, una mañana de esas en las que, como cantaba la Lole, “todo es de color”, aunque aún quede bastante para que llegue la primavera.
Con las calles del centro mas económica y sosteniblemente iluminadas que nunca, el solsticio de invierno a la vuelta de la esquina y los Reyes Magos buscando camellos reserva por si se extravía un obús a su paso por Afganistán, todo estaba listo para vivir la ya típica y tradicional inauguración navideña, que este año correspondía al Mercado de la Encarnación.
Estamos hablando, por supuesto, de la primera de todas las inauguraciones que presumiblemente tendrá en los próximos meses, que ya sabemos como se las gasta esta ciudad y, por mucho que se hayan cortado cintas y descubierto placas, hasta que no haya fotos de la Virgen del Subterráneo desde un puesto de frutas o se hayan tomado un caldito los armaos de la Macarena en el Gourmet del Metropol no existirá el edificio para muchos.
Ha tenido que pasar mucho tiempo, exactamente 37 años, para que llegue esta mañana de Diciembre, pletórica mañana de Diciembre de las que antaño inspiraban poemas o acuarelas y hoy como mucho animan al personal a irse a Umbrete a beber mosto y comer caldereta. Ya se sabe, todo cambia.
Mucho tiempo hasta que al fin se alinearon las estrellas, el sol, Sacyr, los alemanes, los pinos finlandeses, la Gerencia de Urbanismo y hasta la Virgen de la Cueva para traer la felicidad a una ciudad empapada desde el viernes; para traer la felicidad a los unos y a los otros, a los pesimistas y a los optimistas, a los rancios y a los perroflautas, a los del todomegusta y a los del vayapamplina, a los del miarma y a los del tronco: una mañana en la que todo el mundo tenía motivos para estar alegre, aunque fueran de los más dispares.

Empezando por los placeros, protagonistas oficiales, que no oficiosos, del acontecimiento. Se suele decir que nunca es tarde si la dicha es buena; en este caso ésto es lo que hay, sea la dicha buena o mala. Una fila de contenedores taponaba la entrada de las instalaciones provisionales, esas que se han perpetuado en el tiempo mas que la mayoría de los pabellones de la Expo juntos. Sus antiguos inquilinos celebraban su vacío a pocos metros, en sus nuevos puestos con mostradores curvos repletos de canapés y botellines de Cruzcampo. A mercado muerto...
Aunque claro, para felicidad la de los Pro-Setas, que tras una larga espera ven como lenta y costosamente el interminable proyecto de Jurgen Meyer, o lo que aún no se ha reformado de él, va tomando forma, color y, sobre todo, se termina, aunque sea por plazos.
Tampoco se quedan atrás los Anti-Setas, ufanos por la apertura de un paraíso virgen por explorar en busca de baldosas mal cogidas, puertas descuadradas y desagües atascados con los que seguir ampliando su catálogo de reclamaciones y catástrofes.
Igualmente felices, por supuesto, los que se quedaron en la puerta protestando, como suele suceder cada vez que se inaugura algo en esta ciudad, y mira que se inauguran pocas cosas. Allí estaban los tumbadores de la Torre Pelli, los vecinos del Pumarejo, había gente con casco, con camisetas rojas que no pude leer, con escobas, con chalecos reflectantes. Sólo se echaron en falta los plagapalomas, aunque no descarto que en breve cuelguen su cartelito por los alrededores.
Y es que, como dice mi amigo Gonzalo, Metropol Parasol hace tiempo que dejó de ser un proyecto técnico para convertirse en un simple argumento político, tanto para los unos como para los otros. Una lástima.Por mi parte decidí abstraerme de todo, meterme en una burbuja particular y disfrutar de mi primer paseo por el Mercado; ya habría tiempo para criticar, para despotricar contra la Torre Pelli y recordar las miserias del Pumarejo: era el día de la Encarnación, por fin. Y eso que antes había pasado bajo la pasarela inútil de la calle Imagen, el enésimo fallo del proyecto, de los calculistas del proyecto, de los constructores del proyecto o vaya usted a saber. Pero ya digo, hoy no estaba yo por la labor de protestar.
Lo primero que me llamó la atención es el recordatorio de esos 37 años de provisionalidad y espera, recordatorio reforzado con una amplia colección de fotografías del viejo mercado que alguna vez incluso me hicieron dudar si estaba frente a un puesto de frutas o en el Museo de Artes y Costumbres Populares. Curioso ese afán por recordar el pasado en un edificio que aspira a ser el estandarte de la Sevilla del siglo XXI.Un edificio que es esbozado tras las cristaleras que lo rodean, tras esos andamios a los que asoma el Antiquarium o el arranque de algunas Setas, entre los que se recorta la iglesia de la Anunciación o la plaza elevada que debe conectar por fin Puente y Pellón con Regina.
Diferentes perspectivas, diferentes visiones, diferentes imágenes de una ciudad que al fin y al cabo sigue siendo la misma, aunque para algunos Metropol sea poco menos que un sacrilegio, algo así como pedirle a Pepe el Muerto un Malibú con piña.
Poco más, salvo lo previsible para un acto de este tipo en el que para colmo el condumio era gratis: calles repletas de gente, puestos de mostradores curvos sobre los que lo mismo colgaba un faisán que un racimo de uvas que un almanaque de la Macarena, que no le quitaban a uno la cristalerassensación de estar metido en una obra, un portal de Belén con todos sus avíos e incluso una especie de charanga que hacía mas ruido que música y que obligaba al personal a gastar mas decibelios de la cuenta a la hora de defender o criticar el proyecto.
Decibelios que, todo hay que decirlo, disminuyeron de golpe y porrazo cuando corrió por los pasillos el rumor de que a una señora le habían dado un tirón: oficialmente el Mercado quedaba por segunda vez inaugurado.

13 de diciembre de 2010

Un paseo por las Atarazanas (I)

Hoy proponemos un paseo por las Atarazanas, uno de los edificios más antiguos y, a su vez, más desconocidos de Sevilla; un edificio admirable en sí mismo, a pesar de que lleva bastantes años en desuso; una joya del siglo XIII de la que toda ciudad un mínimo de respetuosa con su patrimonio debería sentirse orgullosa, aunque aquí prácticamente se haya olvidado.


Si nos aproximamos a las Atarazanas por la calle Dos de Mayo uno tiene la sensación de que se encuentra ante un antiguo almacén o una inmensa nave en desuso; es lo que transmite la larga y gruesa tapia blanca que deja a su izquierda, cuya monotonía solo rompen varios ventanales con forma de arco y las almenillas que la coronan, además de una antigua chimenea relegada a nido de cigüeñas.

Esta primera impresión cambia cuando se gira hacia la calle Temprado, donde nos recibe una fachada de marcado corte neoclásico. Ahora sí estamos ante algo de fuste, de importancia: “Maestranza de Artillería” se puede leer sobre lo que parece ser el acceso principal; más arriba, enmarcado por un frontoncito avitolado, un reloj parado a las 6 y 5 señala unas fechas: “1587-1786”.

Difícil parece relacionar la nave con la fábrica artillera, los arcos rebajados con las líneas rectas neoclásicas, las almenas encaladas con los ventanucos que posiblemente iluminen alguna buhardilla; difícil hacerse a la idea de que estamos ante un todo, ante un único edificio que el paso de los siglos y de las necesidades han ido moldeando hasta dar con lo que es hoy, al menos de momento.

Pero dejémonos de preámbulos y pasemos ya al interior.


Cuando uno entra en las Atarazanas tiene la sensación de que está en un gran escenario; un gran escenario donde se puede estar representando cualquier pasaje de la historia de Sevilla, en el que la ciudad nos muestra sus entrañas, su pasado, sus edades.
Es difícil imaginar que este gran espacio abovedado albergara durante siglos una fábrica, unos astilleros o hasta una pescadería, porque es tal el respeto que produce el edificio que uno se abstrae de lo que pudo ser e incluso de lo que podría haber sido.
El bosque de gruesos muros de ladrillo y estilizados perfiles metálicos nos permite hacernos rápidamente una idea de su amplitud; despojado de sus particiones originales, un volumen desnudo, sin nada que ocultar, nos acoge como queriendo mostrar sus grandezas y sus vergüenzas, de las que somos un poco partícipes.
Y de la mano del vacío llega el silencio; los sonidos de martillos, yunques y fraguas pasaron a formar parte de la historia, la misma historia que nos contempla y acoge. Una historia que ha dejado huellas, pero no pisadas. Una historia que coquetea con nosotros a la vez que se afana en sacarnos los colores a cada paso que damos.

Arrebatada la ciudad a los musulmanes, el monarca castellano estaba resuelto a seguir su labor de reconquista en dirección al Estrecho de Gibraltar con el objetivo de mantener bajo control a los bereberes, que se habían hecho fuertes en el Norte de África.

Por ello decide fabricar su flota en Sevilla, cuya tradición armadora venía de antiguo, de hecho se cuenta que Julio César ordenó construir una flotilla en los astilleros de Híspalis para hacer frente a Pompeyo e incluso hay noticias de cierta industria naval de importancia por la zona de los Humeros en época de Almutamid.

No solo barcos, por cierto, había dado esta ciudad a la historia naval hispana, también importantes marinos como el almirante Giafar ben Otman, mano derecha de Abderramán III que ganó para el califato las principales ciudades portuarias del Magreb.


No es por tanto descabellada la idea de don Fernando de emprender desde el Guadalquivir la reconquista de la costa andaluza, idea que continúa su hijo Alfonso, bajo cuyo mandato se construye el edificio en 1252.

Las flamantes Atarazanas se situarán sobre las que mandara hacer el califa almohade Abu Yacub a finales del siglo XII entre los Postigos del Aceite y del Carbón, apoyadas en el lienzo de muralla que los une y resguardadas por la coracha que iba de los Alcázares a la Torre del Oro.

De estructura similar a los grandes edificios civiles góticos de la época, estarán formadas por dieciséis naves sustentadas en gruesos muros de ladrillo macizo con arcos apuntados y una luz que oscilaba entre los 5 y los 9 metros. Como no podía ser de otra forma, aprovechando la franja central, de mayor amplitud, se colocó una pequeña capilla bajo la advocación de San Jorge.

De ese edificio hoy no queda ni la mitad; tan solo 7 naves, bastante alteradas por el devenir de los siglos y los distintos usos que han tenido, además del lienzo de muralla que todavía sigue haciendo de medianera con las casas de la calle Tomás de Ibarra. Afortunadamente también se pueden apreciar los restos de una puerta acodada que posiblemente flanqueara el Postigo del Aceite hasta que Benvenuto Tortello le diera la forma actual en 1571.


Y es que la vocación astillera de Sevilla no se prolongó mucho en el tiempo. Los bereberes resultan ser menos peligrosos de lo que parecían en un principio, los cristianos controlan sin muchas complicaciones las costas andaluzas y la fabricación de navíos pasa a concentrarse en localidades marítimas como Palos o Sanlúcar, que ofrecían mayores facilidades para su construcción.

De esta forma comienza la decadencia de las Atarazanas y así en 1433 se instala en una de sus naves la Pescadería Pública, que hasta ese momento se encontraba donde hoy está el Ayuntamiento. Un siglo más tarde habían dejado de construirse barcos y casi todas las naves eran almacenes alquilados a los comerciantes y mercaderes que hacían las Indias.

La otrora pujante industria naviera sevillana se tenía que contentar ahora con engalanar los galeones y galeras fabricados en otros astilleros, como sucedió con la nave capitana de la batalla de Lepanto, construida en Barcelona y adornada junto al Postigo antes de partir al encuentro de los turcos.

Se terminaba de escribir una página de la historia de este edificio y, por qué no, de la propia ciudad de Sevilla.