11 de Julio de 1857.
El día ha amanecido con más trasiego del habitual a las afueras de la Puerta Real, sobre todo en la zona del Campo de Bailén, una explanada de tierra que algunos también conocen como Plaza de Armas.
Una multitud de curiosos se distribuye por sus aledaños, expectante, aunque por la expresión de sus rostros no parecen estar precisamente para festejar nada.
Al contrario, rezuman tristeza, como si no quisieran estar allí pero una fuerza mayor, un deber inexcusable, los obligara.
La Puerta Real |
Desde la orilla del Río sube una tenue brisa que pasa rápido entre los presentes, como queriendo llegar cuanto antes a la rampa de la Puerta Real y huir calle de las Armas abajo o perderse entre las estrecheces de los Humeros.
Esa mañana, maldita mañana, no habrá sacrificios en el Perneo y desde las casuchas del barrio de las gallegas no llegarán las estruendosas risas de los juegos infantiles. Todo el que puede se ha ido, nadie quiere estar allí.
El silencio, cruel silencio, únicamente es roto por las oraciones que llegan desde el interior de la ermita de la Virgen del Rosario. Oraciones que imploran un último gesto de caridad cristiana, humana o divina, pero caridad.
Es la única esperanza que queda, si es que queda alguna.
Capilla del Rosario de los Humeros |
Y Sevilla lo sabía.
Desde el Patín de las Damas, donde dibujan su sombra las almenas de la Puerta de la Barqueta, hasta la Torre del Oro, a cuyos pies van a morir las aguas del Tagarete, la ribera del Guadalquivir ha amanecido silenciosa, callada, muda, sabedora de lo que iba a suceder aunque realmente nunca hubiera querido saberlo.
El Río Grande, cuyas aguas tantas vidas sevillanas se llevaron, ahora iba a ver como la sangre de los hijos de Sevilla se diluía entre sus aguas.
Emilio Sánchez Perrier - Vista de Triana (finales siglo XIX) |
Entonces el viento hizo acto de presencia, quizás invocado por la propia Giralda para que Santa Juana, esa Fe con que la voz popular daba nombre al Giraldillo, pudiera darse la vuelta y no ver con sus propios ojos, los ojos de Sevilla, ese Campo de Marte al que entraba un regimiento de militares procedentes del antiguo convento de San Laureano.
En el centro del grupo, presos, marchan 82 jóvenes sevillanos, hijos de esta tierra, sangre de su sangre.
Tienen las manos esposadas, han sufrido golpes, quizás torturas, y en sus rostros se adivinan síntomas de fatiga, de cansancio, de hambre…y de tristeza, una infinita, honda y profunda tristeza.
Uno a uno los hacen formar en hilera, dibujando una tenebrosa fila sobre la explanada del Campo de Marte. Apenas se escucha nada, si acaso algún sollozo, algún lamento… y las palabras que los sacerdotes susurran a sus oídos, últimas palabras de aliento, de ánimo, de esperanza.
Frente a ellos forma el pelotón de fusilamiento.
Niños jugando al pelotón de fusilamiento Fotografía de Agustín Centelles (1936) |
Su pecado, pecado capital, había sido sublevarse contra la desastrosa situación en que estaba sumido el país, presidido por el general Ramón María Narváez, el Espadón de Loja, tras el enésimo pronunciamiento militar llevado a cabo durante el reinado de Isabel II.
Pero poco había durado su aventura; apenas comenzaron su andadura fueron interceptados cerca de Ronda por el ejército, que tras una breve refriega mataba a 25 de ellos mientras apresaba al resto, mandándolos de vuelta a Sevilla.
El castigo que vino de Madrid fue ejemplarizante, pensarían que demasiado revuelto estaba el Norte con carlistas, nacionalistas y demás insurrectos como para permitir otro foco en el Sur.
Y no hubo clemencia; la reina Isabel, a la que Sevilla honraba 5 años antes poniendo su nombre al Puente que salvaba el Río hacia el arrabal de Triana, firmaba 82 sentencias de muerte que serían ejecutadas la mañana del 11 de Julio.
La ciudad protestó enérgicamente. La condena era desproporcionada y por una vez todos los estamentos se pusieron de acuerdo para elevar sus quejas a la Corte, pero no sirvió de nada.
La suerte, maldita suerte, estaba echada.
Puente de Isabel II, el popular Puente de Triana |
Un murmullo llega desde la calle de las Armas.
Los asistentes vuelven la cabeza hacia la Puerta Real: bajo el postigo, santiguándose ante la capillita de la Virgen de la Merced primero y la de San Antonio de Padua después, se encuentra el alcalde de Sevilla, Juan José García de Vinuesa.
Se le nota abatido, destrozado. Sus ojos reflejan el cansancio de varias noches sin dormir, noches en vela esperando una noticia que nunca llega, un perdón imposible, una clemencia en vano.
Porque todo ha sido inútil, la Corte ha hecho oídos sordos a sus argumentos primero y súplicas después: ha fracasado.
No quiere alzar la cabeza, no quiere que su mirada baje la rampa de San Laureano, esa que de niño tantas veces cruzaría para jugar entre las barcazas atracadas por los pescadores de los Humeros. Quién sabe, quizás entre sus compañeros de juegos infantiles estaba el padre de alguno de esos 82 jóvenes que iban a ser fusilados.
Todo le supera: no puede mirar, no puede escuchar, no puede ni mantenerse en pie y se sienta en una piedra que encuentra a su lado.
Entonces suena una deflagración. Es el final.
Una de las primeras imágenes conservadas de la Plaza de Armas |
“Pobre ciudad, pobre ciudad” cuentan que balbuceaba entre sollozos.
Lágrimas de impotencia, lágrimas de injusticia, lágrimas de una Sevilla que lloraba la suerte de esos muchachos cuya sangre derramaba por la explanada de tierra de Plaza de Armas.
Y Sevilla hizo eternas las lágrimas de su alcalde conservando el lugar donde se sentó a llorar su desdicha, desdicha de la propia ciudad.
Desde entonces se conserva en el arranque de la antigua cuesta de San Laureano, por donde se subía a la Puerta Real, esa piedra que la tradición popular ha recordado con el nombre de “Piedra Llorosa”.
La Historia cuenta que García de Vinuesa no llegaría a ser alcalde hasta varios años después, que quizás no fueran tantos los muchachos fusilados y que sus intenciones tampoco eran tan justificables.
Pero así lo cuenta la tradición, una tradición que ha llegado hasta nuestros días, transmitida de padres a hijos a lo largo de los siglos para mantener vivo el recuerdo de esa mañana, triste mañana de 1857 en la que
toda Sevilla lloró la muerte de esos jóvenes fusilados.
Participé muy activamente en la ubicacion actual de la piedra, la lapida recordatoria de la historia y su iluminación nocturna. Todo ello ha promovido el recuerdo de la historia y su conocimiento por muchos sevillanos
ResponderEliminarUna fantástica labor sin duda alguna; historias y tradiciones como la que nos cuenta esta Piedra Llorosa no deben olvidarse nunca.
EliminarUn abrazo!
Todos recordamos aquellos años con la piedra entre los escombros y las vallas de la obra. Nunca entendí como se permitió cambiarla de lugar.
Eliminary por donde esta exactamente la piedra??
ResponderEliminarEn la esquina de las calles San Laureano y Liñán, en la zona de la Puerta Real hacia Plaza de Armas, no hacia Alfonso XII.
EliminarSaludos
Omites que la placa tiene muchas faltas de ortografía
ResponderEliminarEl catedrático de Historia de la Universidad de Sevilla Rafael Sánchez Mantero, ha demostrado en aquellos años, García de Vinuesa todavía no era el alcalde de la ciudad, sino concejal de número. Además, según las fuentes escritas, la cifra de fusilados fue la de 24, y no los 82 de la leyenda. Al parecer, las intensas gestiones que García de Vinuesa hizo ante el Gobierno de Isabel II dieron algún resultado y se evitaron bastantes muertes. Una cosa es bien cierta, los fusilamientos supusieron un mazazo en una ciudad que por entonces no alcanzaba los 80.000 habitantes.
ResponderEliminarEfectivamente, el asistente (alcalde) por aquellas fechas era el Conde de Casal, D. Miguel de Carvajal
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