26 de diciembre de 2010

Recuerdos Navideños

A pesar de que las fiestas navideñas no están precisamente señaladas en mi almanaque particular, he de reconocer que cada año me resulta mas difícil cuando llegan estas fechas no echar la vista atrás y desandar el camino que me lleva hasta mi niñez, hasta mi infancia, hasta esos días en que esperaba con ilusión la llegada de la Nochebuena o el amanecer del Día de Reyes.

Buena parte de la culpa de esta merma en mi agnosticismo pascual la tienen las nuevas tecnologías; antes recibías un Christmas o como mucho descolgabas sin querer el teléfono a la tita de Talavera que llamaba para felicitarte, pero ahora entre etiquetas de Facebook, emails en cadena, tweets masivos y sms prediseñados (aunque este año han dado un bajón, supongo que será cosa de la crisis), a uno no le queda mas remedio que cumplir para no quedar como un bicho raro, y eso que muchas veces estás felicitando a gente que no sólo no conoces sino que, incluso, dudas que exista.

Así que, entre pitos, flautas y flautines, uno se termina metiendo en las Navidades, sean las de 2010 o las de hace 20 años, que son las que intentaré recordar a lo largo de ésta y las siguientes entradas ya que, al fin y al cabo, son las que he vivido (de forma voluntaria, claro).

Tal y como sucede hoy día, se puede decir que la televisión marcaba los tiempos y tendencias de la blanca Navidad con sus programaciones especiales y, sobre todo, los inevitables anuncios, que a veces duraban más que los propios programas en que se publicitaban.

El pistoletazo de salida solían darlo tras el puente de la Inmaculada las muñecas de Famosa caminito del Portal, ese Rubicón pascual en el que uno empezaba a tomar conciencia de lo que se avecinaba en próximas fechas.

Junto a estas muñecas se abría la caja tonta de Pandora al Baby Feber, que según mi abuela se parecía a Paquirrín (el susto que se llevaría si lo viera ahora) o a la Barbie y su alter ego hispano, la Chabel, integrantes junto a la Nancy del trío de rubias encargadas de hacer competencia a Barriguitas y Nenuco en las cartas de las niñas a los Reyes Magos.

En cuanto a los niños, los reyes indiscutibles del bombardeo comercial eran los clics en sus múltiples modalidades y facetas: piratas, romanos, indios, caballeros medievales... Rara era la casa que no amanecía un 6 de enero con una gran caja azul, en la que se advertía de un precio superior a 5000 pesetas, con un barco, un fuerte Randall, un safari o una granja dentro.

Y eso que sus rivales se esforzaban por ser cada vez más sofisticados y embrutecidos, pero todo era en vano: primero Airgamboys, luego Masters del Universo y más tarde GiJoe, uno a uno iban sucumbiendo año tras año a la dictadura muñequil de Famobil, después Playmobil.


Este fuego a discreción comercial no se quedaba sólo en niños y juguetes, sino que apuntaba incluso al mismísimo núcleo familiar; cosa lógica ya que no había consolas, si acaso ordenadores de casete con pantalla monocromo, y las casas solían tener un único televisor. Por ello los juegos de mesa aún tenían la capacidad de reunir a la familia esas noches en que la programación de los dos canales de TVE no daba para mucho, noches en las que los barriletes de los Juegos Reunidos Geyper y los trucos de Magia Borrás se erigían en protagonistas.

También ayudaba la tele a hacerte mayor antes de tiempo: que querías ligar, tu primera colonia, Chispas, con la niña de los dos moños mirándose al espejo; que ibas de listo, los Nova y derivados: Cheminova, Mineranova, Ceranova, Alfanova; por no olvidar el genial SuperCinexin, con su manivela y su bombillita que cuando se fundía desencadenaba un drama familiar.

Y entre anuncio y anuncio, por supuesto, los programas de televisión, una televisión que se volvía monotemática, que respiraba Navidad por los cuatro costados, que lo mismo llenaba de niños el plató del Un, Dos, Tres que tapaba con un gorro de Papá Noel el flequillo de Jesús Hermida que hacía un paréntesis de dos semanas en la telenovela del momento para traernos a la sobremesa la nostalgia de Viento en los Sauces, los fantasmas del señor Scrooge, las campanillas de Qué Bello es Vivir o la eternidad de Lo que el Viento se Llevó.


Por supuesto, también tenían las Navidades sonido propio, el que ponían los muchos grupos infantiles de la época: Parchís, Regaliz, Enrique y Ana, Colorines; en casa concretamente lo hacía un vinilo de villancicos del Grupo Nins, niños y niñas rubitos, guapísimos, angelicales, vestidos siempre como si fueran a hacer la comunión, de esos que hoy no tendrían cabida en televisión salvo que fueran bastardos de Jesulín o estuvieran metidos en algún fregado barriobajero. De hecho el único integrante de alguno de esos grupos que aún se mantiene en la caja tonta es Enrique del Pozo, y no precisamente por su talento musical.

Y si los Nins ponían la música, el color corría a cargo de las pelambreras de los Electroduendes, de los trajes de Torrebruno, las orejas de Pepe Soplillo o simplemente se quedaban en blanco, el blanco de una Cometa que solía alargar su vuelo hasta el atardecer, casi la misma hora a la que mañana dejarán de gritar en Sálvame Diario. Sí, los tiempos cambian.

19 de diciembre de 2010

Mañanita de Setas

Domingo de felicidad plena. Hacía tiempo, y mucho, que no se vivía una mañana tan feliz y alegre en Sevilla, una mañana de esas en las que, como cantaba la Lole, “todo es de color”, aunque aún quede bastante para que llegue la primavera.
Con las calles del centro mas económica y sosteniblemente iluminadas que nunca, el solsticio de invierno a la vuelta de la esquina y los Reyes Magos buscando camellos reserva por si se extravía un obús a su paso por Afganistán, todo estaba listo para vivir la ya típica y tradicional inauguración navideña, que este año correspondía al Mercado de la Encarnación.
Estamos hablando, por supuesto, de la primera de todas las inauguraciones que presumiblemente tendrá en los próximos meses, que ya sabemos como se las gasta esta ciudad y, por mucho que se hayan cortado cintas y descubierto placas, hasta que no haya fotos de la Virgen del Subterráneo desde un puesto de frutas o se hayan tomado un caldito los armaos de la Macarena en el Gourmet del Metropol no existirá el edificio para muchos.
Ha tenido que pasar mucho tiempo, exactamente 37 años, para que llegue esta mañana de Diciembre, pletórica mañana de Diciembre de las que antaño inspiraban poemas o acuarelas y hoy como mucho animan al personal a irse a Umbrete a beber mosto y comer caldereta. Ya se sabe, todo cambia.
Mucho tiempo hasta que al fin se alinearon las estrellas, el sol, Sacyr, los alemanes, los pinos finlandeses, la Gerencia de Urbanismo y hasta la Virgen de la Cueva para traer la felicidad a una ciudad empapada desde el viernes; para traer la felicidad a los unos y a los otros, a los pesimistas y a los optimistas, a los rancios y a los perroflautas, a los del todomegusta y a los del vayapamplina, a los del miarma y a los del tronco: una mañana en la que todo el mundo tenía motivos para estar alegre, aunque fueran de los más dispares.

Empezando por los placeros, protagonistas oficiales, que no oficiosos, del acontecimiento. Se suele decir que nunca es tarde si la dicha es buena; en este caso ésto es lo que hay, sea la dicha buena o mala. Una fila de contenedores taponaba la entrada de las instalaciones provisionales, esas que se han perpetuado en el tiempo mas que la mayoría de los pabellones de la Expo juntos. Sus antiguos inquilinos celebraban su vacío a pocos metros, en sus nuevos puestos con mostradores curvos repletos de canapés y botellines de Cruzcampo. A mercado muerto...
Aunque claro, para felicidad la de los Pro-Setas, que tras una larga espera ven como lenta y costosamente el interminable proyecto de Jurgen Meyer, o lo que aún no se ha reformado de él, va tomando forma, color y, sobre todo, se termina, aunque sea por plazos.
Tampoco se quedan atrás los Anti-Setas, ufanos por la apertura de un paraíso virgen por explorar en busca de baldosas mal cogidas, puertas descuadradas y desagües atascados con los que seguir ampliando su catálogo de reclamaciones y catástrofes.
Igualmente felices, por supuesto, los que se quedaron en la puerta protestando, como suele suceder cada vez que se inaugura algo en esta ciudad, y mira que se inauguran pocas cosas. Allí estaban los tumbadores de la Torre Pelli, los vecinos del Pumarejo, había gente con casco, con camisetas rojas que no pude leer, con escobas, con chalecos reflectantes. Sólo se echaron en falta los plagapalomas, aunque no descarto que en breve cuelguen su cartelito por los alrededores.
Y es que, como dice mi amigo Gonzalo, Metropol Parasol hace tiempo que dejó de ser un proyecto técnico para convertirse en un simple argumento político, tanto para los unos como para los otros. Una lástima.Por mi parte decidí abstraerme de todo, meterme en una burbuja particular y disfrutar de mi primer paseo por el Mercado; ya habría tiempo para criticar, para despotricar contra la Torre Pelli y recordar las miserias del Pumarejo: era el día de la Encarnación, por fin. Y eso que antes había pasado bajo la pasarela inútil de la calle Imagen, el enésimo fallo del proyecto, de los calculistas del proyecto, de los constructores del proyecto o vaya usted a saber. Pero ya digo, hoy no estaba yo por la labor de protestar.
Lo primero que me llamó la atención es el recordatorio de esos 37 años de provisionalidad y espera, recordatorio reforzado con una amplia colección de fotografías del viejo mercado que alguna vez incluso me hicieron dudar si estaba frente a un puesto de frutas o en el Museo de Artes y Costumbres Populares. Curioso ese afán por recordar el pasado en un edificio que aspira a ser el estandarte de la Sevilla del siglo XXI.Un edificio que es esbozado tras las cristaleras que lo rodean, tras esos andamios a los que asoma el Antiquarium o el arranque de algunas Setas, entre los que se recorta la iglesia de la Anunciación o la plaza elevada que debe conectar por fin Puente y Pellón con Regina.
Diferentes perspectivas, diferentes visiones, diferentes imágenes de una ciudad que al fin y al cabo sigue siendo la misma, aunque para algunos Metropol sea poco menos que un sacrilegio, algo así como pedirle a Pepe el Muerto un Malibú con piña.
Poco más, salvo lo previsible para un acto de este tipo en el que para colmo el condumio era gratis: calles repletas de gente, puestos de mostradores curvos sobre los que lo mismo colgaba un faisán que un racimo de uvas que un almanaque de la Macarena, que no le quitaban a uno la cristalerassensación de estar metido en una obra, un portal de Belén con todos sus avíos e incluso una especie de charanga que hacía mas ruido que música y que obligaba al personal a gastar mas decibelios de la cuenta a la hora de defender o criticar el proyecto.
Decibelios que, todo hay que decirlo, disminuyeron de golpe y porrazo cuando corrió por los pasillos el rumor de que a una señora le habían dado un tirón: oficialmente el Mercado quedaba por segunda vez inaugurado.

13 de diciembre de 2010

Un paseo por las Atarazanas (I)

Hoy proponemos un paseo por las Atarazanas, uno de los edificios más antiguos y, a su vez, más desconocidos de Sevilla; un edificio admirable en sí mismo, a pesar de que lleva bastantes años en desuso; una joya del siglo XIII de la que toda ciudad un mínimo de respetuosa con su patrimonio debería sentirse orgullosa, aunque aquí prácticamente se haya olvidado.


Si nos aproximamos a las Atarazanas por la calle Dos de Mayo uno tiene la sensación de que se encuentra ante un antiguo almacén o una inmensa nave en desuso; es lo que transmite la larga y gruesa tapia blanca que deja a su izquierda, cuya monotonía solo rompen varios ventanales con forma de arco y las almenillas que la coronan, además de una antigua chimenea relegada a nido de cigüeñas.

Esta primera impresión cambia cuando se gira hacia la calle Temprado, donde nos recibe una fachada de marcado corte neoclásico. Ahora sí estamos ante algo de fuste, de importancia: “Maestranza de Artillería” se puede leer sobre lo que parece ser el acceso principal; más arriba, enmarcado por un frontoncito avitolado, un reloj parado a las 6 y 5 señala unas fechas: “1587-1786”.

Difícil parece relacionar la nave con la fábrica artillera, los arcos rebajados con las líneas rectas neoclásicas, las almenas encaladas con los ventanucos que posiblemente iluminen alguna buhardilla; difícil hacerse a la idea de que estamos ante un todo, ante un único edificio que el paso de los siglos y de las necesidades han ido moldeando hasta dar con lo que es hoy, al menos de momento.

Pero dejémonos de preámbulos y pasemos ya al interior.


Cuando uno entra en las Atarazanas tiene la sensación de que está en un gran escenario; un gran escenario donde se puede estar representando cualquier pasaje de la historia de Sevilla, en el que la ciudad nos muestra sus entrañas, su pasado, sus edades.
Es difícil imaginar que este gran espacio abovedado albergara durante siglos una fábrica, unos astilleros o hasta una pescadería, porque es tal el respeto que produce el edificio que uno se abstrae de lo que pudo ser e incluso de lo que podría haber sido.
El bosque de gruesos muros de ladrillo y estilizados perfiles metálicos nos permite hacernos rápidamente una idea de su amplitud; despojado de sus particiones originales, un volumen desnudo, sin nada que ocultar, nos acoge como queriendo mostrar sus grandezas y sus vergüenzas, de las que somos un poco partícipes.
Y de la mano del vacío llega el silencio; los sonidos de martillos, yunques y fraguas pasaron a formar parte de la historia, la misma historia que nos contempla y acoge. Una historia que ha dejado huellas, pero no pisadas. Una historia que coquetea con nosotros a la vez que se afana en sacarnos los colores a cada paso que damos.

Arrebatada la ciudad a los musulmanes, el monarca castellano estaba resuelto a seguir su labor de reconquista en dirección al Estrecho de Gibraltar con el objetivo de mantener bajo control a los bereberes, que se habían hecho fuertes en el Norte de África.

Por ello decide fabricar su flota en Sevilla, cuya tradición armadora venía de antiguo, de hecho se cuenta que Julio César ordenó construir una flotilla en los astilleros de Híspalis para hacer frente a Pompeyo e incluso hay noticias de cierta industria naval de importancia por la zona de los Humeros en época de Almutamid.

No solo barcos, por cierto, había dado esta ciudad a la historia naval hispana, también importantes marinos como el almirante Giafar ben Otman, mano derecha de Abderramán III que ganó para el califato las principales ciudades portuarias del Magreb.


No es por tanto descabellada la idea de don Fernando de emprender desde el Guadalquivir la reconquista de la costa andaluza, idea que continúa su hijo Alfonso, bajo cuyo mandato se construye el edificio en 1252.

Las flamantes Atarazanas se situarán sobre las que mandara hacer el califa almohade Abu Yacub a finales del siglo XII entre los Postigos del Aceite y del Carbón, apoyadas en el lienzo de muralla que los une y resguardadas por la coracha que iba de los Alcázares a la Torre del Oro.

De estructura similar a los grandes edificios civiles góticos de la época, estarán formadas por dieciséis naves sustentadas en gruesos muros de ladrillo macizo con arcos apuntados y una luz que oscilaba entre los 5 y los 9 metros. Como no podía ser de otra forma, aprovechando la franja central, de mayor amplitud, se colocó una pequeña capilla bajo la advocación de San Jorge.

De ese edificio hoy no queda ni la mitad; tan solo 7 naves, bastante alteradas por el devenir de los siglos y los distintos usos que han tenido, además del lienzo de muralla que todavía sigue haciendo de medianera con las casas de la calle Tomás de Ibarra. Afortunadamente también se pueden apreciar los restos de una puerta acodada que posiblemente flanqueara el Postigo del Aceite hasta que Benvenuto Tortello le diera la forma actual en 1571.


Y es que la vocación astillera de Sevilla no se prolongó mucho en el tiempo. Los bereberes resultan ser menos peligrosos de lo que parecían en un principio, los cristianos controlan sin muchas complicaciones las costas andaluzas y la fabricación de navíos pasa a concentrarse en localidades marítimas como Palos o Sanlúcar, que ofrecían mayores facilidades para su construcción.

De esta forma comienza la decadencia de las Atarazanas y así en 1433 se instala en una de sus naves la Pescadería Pública, que hasta ese momento se encontraba donde hoy está el Ayuntamiento. Un siglo más tarde habían dejado de construirse barcos y casi todas las naves eran almacenes alquilados a los comerciantes y mercaderes que hacían las Indias.

La otrora pujante industria naviera sevillana se tenía que contentar ahora con engalanar los galeones y galeras fabricados en otros astilleros, como sucedió con la nave capitana de la batalla de Lepanto, construida en Barcelona y adornada junto al Postigo antes de partir al encuentro de los turcos.

Se terminaba de escribir una página de la historia de este edificio y, por qué no, de la propia ciudad de Sevilla.


28 de noviembre de 2010

En el jardín de Sor Ángela

En el jardín de Sor Ángela ya no florece la buganvilla. Se acerca el Invierno y lo que antes era una techumbre verde y rosada es ahora una rama desnuda bajo el cielo plomizo del mes de Noviembre.

Desde su rinconcito de la plaza de Santa Lucía ve como pasan las horas, los días, la vida… ese rinconcito de paredes encaladas, celosía verde, maceteros en alto y jazmines dormidos que es también recuerdo de una Sevilla que nunca más ha de volver.

Lejos queda el ajetreo de los eternamente ocupados veladores del Trini, el ir sin venir de los coches por el único sentido de la antigua Arrebolera, las aspiraciones de los vendedores de trastos usados por sacar algún eurillo de más en el Cash- Converter y las colas de japoneses a las puertas del Palacio Flamenco rechazando de paso el abanico que intenta endosarles el gitanillo de turno.

También lejana, pero en la memoria, está la placita de albero y adoquines que vio sus primeros pasos, ahora un aparcamiento en doble fila, triple o las que hagan falta, donde fuman sus pitillos a escondidas las niñas del Beaterio antes de entrar en clase.

Por no hablar de Santa Lucía, la iglesia donde fue bautizada y que por motivos de espacio, del poco espacio de su jardín, quedó para siempre a su espalda. Tampoco es de extrañar ya que ese parecer ser el sino de este viejo templo: que siempre le den la espalda.

Sin embargo, poco importa lo mucho que han cambiado las cosas a su alrededor, que sea ajena a un mundo que a fin de cuentas es prácticamente ajeno a sí mismo; Sor Ángela, como ha sido siempre, regala desde su pedestal de granito la mejor de sus sonrisas a todo aquel que asoma al pequeño jardín, ahora tan desangelado. Nada más tiene que ofrecer, nada más se necesita.

26 de noviembre de 2010

Dicen que "el que se fue de Sevilla....

…perdió su silla”. Siempre pensé que era una frase hecha, como mucho un tópico, pero parece ser que estaba equivocado, o al menos es la conclusión que saqué tras toparme con esta imagen.

Y es que ya sea por superstición o por simple precaución, alguien se ha tomado el asunto tan en serio que ha amarrado su silla a una farola con la pitón de una moto; y ahora que se pierda....

También es verdad que está el patio como para que se extravíe algo, aunque sea una silla.

21 de noviembre de 2010

Las columnas del Pasaje Gámez Laserna (y II)

En la anterior entrada dejábamos nuestras 4 columnas en el Corral de los Gallegos, caserón de la calle Oropesa donde permanecieron hasta su derribo en los años 70, pasando entonces a la pared encalada del Pasaje Gámez Laserna.

Escasos metros de recorrido y muy pocos años retrocedidos para el camino y la historia que atesoran estas columnas, y es que si la idea de la entrada es bucear en el pasado de la ciudad siguiendo sus huellas, podría decirse que no nos hemos mojado ni los pies. Ya lo comprenderán.

Vamos a dar un salto en el tiempo, exactamente hasta la primera mitad del siglo XIX, cuando la familia Aponte adquiere el Corral de los Gallegos. Por los datos que dispongo no me atrevería a asegurar si la compra es en forma de solar o el edificio ya se encuentra construido; sea como fuere, no es la única pertenencia que tendrá esta familia por la zona, ya que en un boletín del Ministerio de Fomento fechado en 1860 se hace referencia a una lápida romana que aparece al abrir Guillermo Aponte los cimientos de una casa en la vecina calle Gallegos, actual Sagasta. Lápida que, por cierto, se negó a entregar al Museo Arqueológico según denuncia dicho boletín.

Seguramente esas obras se realizaron en el número 21 de esta calle Sagasta, edificio donde se encontraba una Tienda de Loza de Pedernal que según Álvarez-Benavides ofrecía “un extraordinario surtido de loza de Cartuja; porcelana y cristales planos y huecos del reino y extranjeros”, siendo en palabras de este mismo autor “uno de los establecimientos de su género mas antiguos y acreditados”.

Esta tienda la abrió en el primer tercio del siglo XIX Guillermo Aponte junto a su socio, un joven inglés llamado Carlos Pickman, y se encargaba de importar loza y cerámica desde Liverpool. Un negocio que debía ser bastante rentable, ya que entre la calidad del producto, mas refinado y elegante del que hasta ese momento se fabricaba en los alfares de Triana, y la tradicional novelería sevillana, a los pocos años el señor Pickman decide montar su propia industria, para lo que en 1838 alquila primero y después compra el Monasterio de la Cartuja.

Había sido este Monasterio de Santa María de las Cuevas una de las joyas mas importantes del barroco sevillano. Fundado hacia 1400 por el arzobispo Gonzalo de Mena sobre una ermita en la que se veneraba una imagen de la Virgen encontrada en una cueva, de ahí su nombre, fue tal su importancia que el siempre recurrente Félix González de León pide perdón antes de describirlo porque “es tan magnifico que temo ofenderlo con mi pluma y no dar á mis lectores una idea de su grandeza porque no es fácil recordar tantas bellezas y riquezas como contenía.

Y es que el mecenazgo de la casa de Alcalá, de los Veraguas, del mismo Colón y de otras ilustres familias sevillanas había convertido este convento en uno de los mas importantes y ricos de la ciudad, contándose en su interior innumerables obras de arte y maravillas de orfebrería.

Pero el empobrecimiento progresivo en que se va sumiendo Sevilla con el paso de los años arrastra consigo al propio Monasterio, que llega al siglo XIX en una franca decadencia que será apuntillada con la llegada de los franceses en 1808.

Advertidos los monjes de la afición de las tropas napoleónicas a expoliar todo aquello que se pusiera a su paso, deciden poner a salvo sus tesoros y por ello lo dividen en dos partes para su salvaguarda, enviando por barco una de ellas a Cádiz, ciudad que se había hecho fuerte frente al invasor, mientras la otra sale en carros de mulas camino de Lisboa, al amparo de la ayuda inglesa. Caminos dispares los que toman los bienes cartujanos con idéntico resultado: el fracaso. Y es que en Sanlúcar son interceptadas las barcazas por los franceses, que no perdonan nada, mientras que la parte enviada a Portugal logra escapar a la codicia gabacha pero topa de frente con las necesidades de la resistencia, que no duda en fundir los fabulosos tesoros para hacer monedas. De esta forma los incalculables bienes acumulados por los cartujanos a lo largo de los siglos desaparecen en pocos meses.

Tampoco corre mejor suerte el mismo Monasterio, que es exclaustrado para instalar en sus dependencias un cuartel. Lo poco de valor que quedaba desaparece para siempre, como la magnifica yeguada de caballos cartujanos que primorosamente cuidaban los monjes y que, según la tradición, descendían del mismísimo caballo de Mahoma.

Así, cuando en 1812 regresa la comunidad tras la derrota de los franceses, encuentran una Cartuja completamente arrasada, tanto que los monjes tardan 4 largos años en hacer habitables sus antiguas dependencias.

Pero la suerte parecía estar echada para nuestros cartujanos, que son de nuevo exlcaustrados en 1820 al suprimirse en las Cortes las órdenes monacales, aunque vuelven a ser restauradas tres años mas tarde por Fernando VII. Tiempos convulsos y agitados en los que la comunidad sufre muchos reveses de los que a duras penas logra sobreponerse hasta que llega el año de 1835, el del golpe definitivo por obra y gracia de don Juan Álvarez Mendizábal: la Desamortización.

Los cartujanos son despojados del Monasterio, exclaustrados definitivamente y Santa María de las Cuevas pasa a manos de la Junta de Enajenaciones de Conventos Suprimidos, que instala una cárcel en sus dependencias.

Es entonces cuando entra en escena Carlos Pickman, que ante la buena marcha de su negocio de importación de la calle Gallegos decide fabricar él mismo la loza, para lo cual necesita un lugar donde ubicar su industria.

Siguiendo los pasos de su paisano Nathan Wetherell, que había establecido una fábrica de Curtidos en el viejo convento de San Diego, el señor Pickman alquila a la Junta el antiguo Monasterio para comprarlo definitivamente en 1840. Ahora sí, la suerte estaba echada.

Y es que Pickman no duda en adecuar las viejas dependencias cartujanas a la nueva industria cerámica, para lo que realiza todo tipo de obras que, definitivamente, cierran una página de la historia del edificio.

De las pocas obras de arte que había sobrevivido al expolio napoleónico, algunas se pierden para siempre mientras que otras son reutilizadas aunque nunca volverán a la Cartuja. Así, según escribe Joaquín González Moreno, el coro es trasladado a Cádiz para su restauración, aunque se queda definitivamente en su Catedral; dos ángeles de mármol se trasladan al mausoleo de la familia Pickman en el cementerio de San Fernando; los sepulcros de la familia Ribera, benefactora del monasterio, son trasladados a diversos templos hispalenses como la iglesia de la Anunciación; los cuadros supervivientes a la codicia francesa se trasladan al incipiente Museo de Bellas Artes; ni siquiera las espléndidas puertas de taraceas que cerraban las dependencias monacales se salvan.

Nuestro Monasterio es ahora una fábrica y mientras se levantan los hornos que desde entonces se convertirán en nuevo símbolo del edificio, muchas de las antiguas dependencias monacales son modificadas e incluso destruidas: los graneros de los monjes se convierten en almacenes, las capillas pasan a ser depósitos y talleres, en el atrio de entrada instala Pickman su propia vivienda y el claustro chico es transformado en nave de fabricación, para lo cual se desmantela su histórica arquería del siglo XV, inspirada en la del monasterio de Santa Paula y modelo en el que se basaron los mismos frailes para realizar en la misma Cartuja el claustro grande, que afortunadamente ha llegado hasta nuestros días y que podemos contemplar en la imagen de abajo, procedente de Wikimedia.

Y ahora pido que se fijen en la columna que aparece en primer plano, que como ya he dicho podemos encontrar actualmente en la Cartuja. Una columna de mármol blanco con anillos concéntricos en los extremos del fuste. Una columna de estilo nazarí similar a las cuatro que adornan el Pasaje Gámez Laserna. Como ya pueden suponer, una columna hermana a las cuatro de nuestra historia y de las 24 que formaban el claustro chico del Monasterio de la Cartuja.

24 columnas desmanteladas por Carlos Pickman para construir una estancia de su fábrica de loza y 24 columnas que fueron repartidas por la ciudad, llegando 4 de ellas al Corral de los Gallegos de su socio Aponte. De las otras 20, que yo sepa, no se tienen noticias, aunque me gusta pensar que se encuentran adornando el patio de algún caserón de la época.

Concluimos así el relato de estas 4 columnas: del monasterio al corral de vecinos, de soportar un claustro del siglo XV a adornar la pared de un Pasaje; un trozo de nuestro pasado que tras diversos avatares queda arrinconado en una calle cualquiera, en el mismo olvido. Cuatro columnas que bien podrían ser una metáfora en la que se reflejan muchos episodios de la historia de Sevilla. Quizás demasiados.

8 de noviembre de 2010

Las columnas del Pasaje Gámez Laserna (I)

Hay historias que se escriben con letra pequeña. Historias que no aparecen en las guías turísticas, ni siquiera en los libros, y que terminan perdiéndose en los anaqueles del tiempo con el paso de los años. Historias cuyos protagonistas pasan desapercibidos porque han sido presa del olvido o, simplemente, ya no interesan a nadie.

Es el caso de las cuatro columnas que traemos al blog en esta breve tarde de Noviembre; cuatro columnas adosadas a una de las paredes del Pasaje que une las calles Cuna y Sierpes, rotulado con el nombre del Maestro Gámez Laserna; cuatro columnas con un pasado tan insólito como rocambolesco que intentaremos recorrer a lo largo de las siguientes entradas.

A primera vista no hay indicios de que estemos ante nada que escape a un guión medianamente normal, ya que a lo largo y ancho del callejero hispalense es bastante fácil encontrar columnas y fustes de más antigüedad y valor patrimonial que éstas protegiendo las esquinas de los edificios o simplemente embutidas en las paredes.

Para colmo nuestras columnas ni siquiera tienen una función clara, ya que aguantan un pequeño alerón sin objeto ni sentido, con lo que podríamos afirmar que son un simple adorno de este quebradizo pasaje, un adorno posiblemente indultado de algún derribo o colocado allí por un respetuoso amante de las antiguallas.

Pero un ramillete de dudas o, al menos, una ligera inquietud comienza a asaltarnos cuando observamos que estas cuatro columnas de mármol blanco presentan características análogas a las que se pueden encontrar en los antiguos palacios nazaríes del Reino de Granada, el último bastión islámico de la Península; analogía que se hace evidente en el esbelto fuste cilíndrico rematado con anillos en sus extremos, aunque el capitel que sostienen es demasiado simple, quién sabe si un añadido posterior.

Pese a que este orden nazarí tuvo escasa presencia en la arquitectura sevillana, tampoco estamos ante nada que podamos catalogar de “extraordinario”; bien podrían haber sido “importadas” de algún palacete granadino o incluso fabricadas a principios del siglo pasado cuando el auge del regionalismo.

Pero las piezas comienzan a encajar si observamos detenidamente la fotografía que abajo traemos del libro Arquitectura Civil Sevillana, al que ya nos hemos referido en varias ocasiones.

Estamos ante una de las pocas imágenes conservadas del Corral de los Gallegos, que se encontraba en el número 6 de la calle Oropesa, barreduela de Cuna, aunque tenía también una entrada por Sagasta, calle que precisamente se llamó durante mucho tiempo de los Gallegos; lo que ya no sabría decir es quién dio el nombre a quién. Como tantos otros, desapareció a principios de los 70 después de bastantes años en estado ruinoso.

Era este corralón uno de los más poblados de la ciudad, aunque la fotografía parece estar tomada un mal día, teniendo un vecindario bullanguero y vivaracho que se volcaba especialmente en la celebración de las Cruces de Mayo, donde destacaba el buen gusto y colorido con que era engalanado el edificio.

Bella estampa de una Sevilla irrepetible pero no muy lejana en el tiempo en la que además del patio, ese eje central sobre el que gravitaba el universo interno del corralón, es imposible no hacer mención al pozo cerrado con tablones de madera, a las galerías sostenidas por pilastras y tornapuntas, a las persianas de esparto, a las canales para recoger el agua de la lluvia, a las paredes encaladas; infinitos los detalles que podrían enumerarse al ver esta imagen, aunque seguramente menos que los recuerdos que se habrán despertado en muchos de los lectores.

Pero no es precisamente rescatar sensaciones olvidadas el motivo por el que ha llegado el Corral de los Gallegos hasta esta entrada; hay un pequeño detalle en la imagen, exactamente en el lateral izquierdo, donde se aprecia en primer plano la silueta de una columna distinta a las otras que aguantaban los soportales del caserón; una columna de mármol blanco con anillos alrededor del extremo del fuste; una columna de rasgos nazaríes: una de las cuatro columnas del Pasaje Gámez Laserna.

1 de noviembre de 2010

Plaza de España

Hablar de la Plaza de España es hablar de recuerdos. Es evocar los lentos paseos en burrito alrededor de la fuente, el berrinche pillado porque no me dejaban manejar los remos de las barcas, el olor a garrapiñada recién hecha, las miradas impotentes tras ese globo de helio que se escapaba irremediablemente camino de las nubes, la cara pegajosa de algodón de azúcar o el sonido del tambor de hojalata que mi padre acababa de comprar en los puestecillos ambulantes.

Es curioso, pero la imagen que tengo de la Plaza se va diluyendo en mi memoria conforme avanzan los años; salvo algún Domingo de Ramos fotografiando al Señor de la Victoria desde la Torre Norte y las inevitables conversaciones con esa copa de manzanilla de más a la vuelta de la Feria, buceo en el pasado y sólo me vienen a la cabeza la tarde en que sirvió de plató para el Gran Juego de la Oca, con Emilio Aragón como maestro de ceremonias y un señor mayor, una especie de forzudo, haciendo bestialidades; y, por desgracia, las horas malgastadas inútilmente esperando que George Lucas o Natalie Portman firmaran mi difunto póster de Star Wars.

Posiblemente, mejor dicho, seguro, la culpa de este vacío la tiene el pésimo estado de conservación en que se encontraba la Plaza durante los últimos años: balaustradas destrozadas, la ría seca, mosaicos incompletos y muchas otras aberraciones que la convertían en un lugar poco recomendable para todo aquel que tuviera una cierta sensibilidad para con el patrimonio hispalense y la ciudad misma.

Desde hace unos días la Plaza de España vuelve a lucir en todo su esplendor tras llevarse bastante tiempo en obras. Una buena noticia que me provoca sensaciones dispares, ya que por un lado siempre es bonito revivir recuerdos de la infancia como tuve la oportunidad de hacer ayer; pero por otro entristece saber que por culpa del gamberrismo y, sobre todo, de la dejadez municipal, hayamos estado tantos años privados de este pedazo de nuestra memoria y, por qué no, de nosotros mismos.

Esperemos que quienes tengan que hacerlo hayan tomado nota y nunca más tenga que repararse la Plaza. Nunca.

31 de octubre de 2010

Y el porquero protestó...


“La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.

Agamenón: —Conforme.

El porquero: —No me convence.”

Las palabras que Antonio Machado pusiera en boca de su maestro Juan de Mairena sirven para ilustrar la situación que vive actualmente el fútbol español con el reparto del pastel televisivo, un reparto desigual y desproporcionado que ha anulado la competitividad del campeonato y de paso ha convertido la otrora Liga de las Estrellas en el cortijo particular de Madrid y Barcelona, tanto a nivel futbolístico como mediático.

Todo ello lo explica Rubén Uría en este artículo y lo combate desde su blog una iniciativa de aficionados que pretenden evitar la defunción del llamado deporte rey ante el desolador panorama que se avecina en los próximos años.

Siguendo con los términos machadianos, nuestro Agamenón futbolero tendría dos cabezas, una merengue, la otra blaugrana, y dos manitas agradecidas que por un lado le hacen palmas y por otro llevan a su boca los trozos mas suculentos de la tarta a cambio de dejarlos soplar las velas.

Evidentemente, sin olvidar la inestimable colaboración de la prensa afín a este Agamenón bicéfalo, que lo mismo sirve para un roto que para un descosido: tanto para acuñar términos que excusen la mediocridad del engendro liguero actual (miedo escénico, presión mediática, cagómetro), como para informar al detalle del tinte de pelo del niñato idolatrado de turno como para, si es necesario, dejar en simple anécdota puñetazos, cochinadas y agresiones que de estar por medio cualquier otro equipo serían sinónimo de sanción ejemplar. Del estamento arbitral ni hablo, simplemente da asco.

El siguiente escalafón lo conformaría una amplia mayoría de porqueros con distinto rango y categoría, ya que como el sabio de la fábula los hay que comen altramuces mientras otros se tienen que conformar con las cáscaras, pero todos porqueros al fin y al cabo: de primera, de segunda, de tercera…. Y a mucha honra.

La verdad que defienden Agamenón y sus dos palmeros les reportaría casi el 50% del dinero de las televisiones, repartiéndose el resto entre los porqueros de Primera y Segunda. Ni los señores feudales lo tenían tan bien montado allá por la Edad Media.

Los porqueros no están convencidos; algunos se quejan, otros incluso alzan la voz. Es lo único que les queda. Agamenón tiene la sartén por el mango, el poder, los medios, el control y la bendición de los que mandan. Los porqueros solo pueden rebelarse y protestar, protestar y protestar para, al menos, conseguir que entre los pectorales de CR7 y los chalecos de Guardiola la prensa deje un huequito para su voz. Tarea difícil, pero también es cierto que solo así funciona este bendito país.

Si la rebelión de porqueros fracasa mucho me temo que la competitividad de nuestro fútbol se reducirá a ver quién gana el clásico (y con ello la Liga) y adivinar la terna que desciende de categoría. Una pena, pero no hay opción para más.

Esperemos que al final gane la lógica. En caso contrario (estamos en España), teniendo en cuenta que mañana comienza el mes de Noviembre, no estaría mal que la próxima jornada se rezara un responso por el eterno descanso de la Liga.