Tras un cancel de forja solo interrumpido con pilastras de fábrica coronadas por jarrones metálicos cubiertos en señal de luto, llegamos a una plazuela semicircular en la que nos recibe un retablo de la Soledad de San Lorenzo a cuyos pies reposan decenas de coronas de flores depositadas por los familiares de los difuntos.
“… Y después de este destierro muéstranos a Jesús”
Es el inicio, la antesala de ese mundo de los muertos, silencioso, eterno, que se nos abre tras otro cancel que da paso a la avenida principal del Cementerio, la calle de la Fe, a cuyo fondo se divisa entre los cipreses el promontorio donde se alza el magnífico Cristo de las Mieles, obra en bronce del escultor Antonio Susillo, que descansa eternamente a sus pies, esos que cincelara al contrario y que, según la leyenda, precipitaron su locura y posterior suicidio.
Una leyenda, una más, como quizás lo sea el reguero de miel que según dicen se derramaba una mañana por el pecho del Cristo y cuyo origen estaba en el panal que unas abejas habían fabricado dentro de su boca. De ahí su nombre.
Como vemos, el arte se une continuamente a la tradición y a la historia; y claro, si se ha de hablar de estas tres materias, estamos obligados a detenernos en el panteón mas imponente y hermoso del Cementerio, el Mausoleo de Joselito el Gallo.
Obra cumbre del valenciano Mariano Benlliure, su contenido iconográfico es sencillamente espectacular.
Realizado en bronce, un cortejo de familiares y amigos portan a hombros al finado diestro, cincelado en mármol blanco de Carrara. Consternados, afligidos, huérfanos, su hermano Rafael, el Divino Calvo, su cuñado Ignacio Sánchez Mejías o Eduardo Miura, entre otros, lloran porque, como dijo Guerrita, "se habían acabado los toros".
Abriendo el grupo una gitanilla, María, porta en sus manos una miniatura de la Esperanza Macarena, Virgen que se vistió de luto en señal de duelo cuando “Bailaor” sesgó la vida del torero de una certera cornada en el vientre. Ya lo dijo la bulería:
En Madrid murió Granero,
en Sevilla Valerito,
y en Talavera la Reina
mató un toro a Joselito.
Curiosamente estos tres jóvenes diestros fueron amigos en vida, curiosamente recibieron la alternativa de manos de Rafael el Gallo y, curiosamente, murieron en el ruedo en un intervalo de dos años. El destino….
Quizás también quiso el destino que fuera a morir a París Diego Martínez Barrio, último presidente de la República, enterrado en un jardincillo situado en la esquina opuesta al panteón donde descansan los soldados del bando nacional muertos durante la Guerra Civil.
Éstos a la izquierda de la calle de la Fe, don Diego a la derecha. Ya lo dijo Jorge Manrique, “y llegados, son iguales los que viven por sus manos y los ricos”.
La tumba de don Diego, sencilla, de mármol blanco, únicamente adornada por cintas con los colores de la bandera republicana, recibe al mediodía la sombra proyectada por el túmulo de Bernardo Márquez, un héroe de la Guerra de la Independencia que, según se cuenta, fue ahorcado años después en la Plaza de San Francisco por levantarse contra el absolutismo de Fernando VII.
Sucedieron estos hechos en 1832, mucho antes de que se construyera el Cementerio, pero el pueblo sevillano, en agradecimiento, recogió sus restos y los trasladó al camposanto para su descanso eterno 20 años después.
Algo parecido pasó con el Conde del Águila, alcalde cuando la invasión napoleónica que, acusado de simpatizar con el bando francés, fue muerto a golpes en la Puerta de Triana durante un levantamiento popular al grito de “muera el afrancesado”.
Eso fue en 1808. Años después su memoria se limpió y el mismo pueblo que lo había linchado reconoció su error, trasladando sus restos en 1852 al cementerio donde, posiblemente, descansaban muchos de los que habían participado en su muerte. Sevilla se reconciliaba así con su alcalde a la sombra de los cipreses.
Justo al lado, una esbelta cruz se recorta en el horizonte señalando el mausoleo que acoge a los difuntos de la familia Pickman; cerca, la tumba de los Avellaneda, desde donde se divisa la columna truncada que es póstumo homenaje del Espartero, el torero mas famoso del siglo XIX que traía locas a las mocitas de la Alfalfa.
Frente por frente otro genio del arte de Cúchares, Juan Belmonte, el Pasmo de Triana, tras cuya lápida asoma un mar de cruces encaladas entre las que emerge la figura del Niño Ricardo, guitarrista de renombre, el mismo renombre que tuvo en su época el pintor José Villegas o el arquitecto Aníbal González, con su réplica perfecta del Cachorro….
Y así podríamos llevarnos todo el tiempo del mundo, dando saltos entre las calles empedradas del cementerio, buscando personajes a la sombra de los cipreses, entre los mausoleos, buceando en las distintas épocas, en sus sucesos, sus aconteceres.
Porque hay muchas más, muchísimas más historias ocultas en el Cementerio de San Fernando, tantas como cada una de las personas que allí están enterradas o lo han estado, tantas que sería imposible reflejar sus recuerdos en una única entrada, en un blog o en un libro.
Al fin y al cabo, eso es precisamente un Cementerio, un lugar para recordar.