28 de noviembre de 2010

En el jardín de Sor Ángela

En el jardín de Sor Ángela ya no florece la buganvilla. Se acerca el Invierno y lo que antes era una techumbre verde y rosada es ahora una rama desnuda bajo el cielo plomizo del mes de Noviembre.

Desde su rinconcito de la plaza de Santa Lucía ve como pasan las horas, los días, la vida… ese rinconcito de paredes encaladas, celosía verde, maceteros en alto y jazmines dormidos que es también recuerdo de una Sevilla que nunca más ha de volver.

Lejos queda el ajetreo de los eternamente ocupados veladores del Trini, el ir sin venir de los coches por el único sentido de la antigua Arrebolera, las aspiraciones de los vendedores de trastos usados por sacar algún eurillo de más en el Cash- Converter y las colas de japoneses a las puertas del Palacio Flamenco rechazando de paso el abanico que intenta endosarles el gitanillo de turno.

También lejana, pero en la memoria, está la placita de albero y adoquines que vio sus primeros pasos, ahora un aparcamiento en doble fila, triple o las que hagan falta, donde fuman sus pitillos a escondidas las niñas del Beaterio antes de entrar en clase.

Por no hablar de Santa Lucía, la iglesia donde fue bautizada y que por motivos de espacio, del poco espacio de su jardín, quedó para siempre a su espalda. Tampoco es de extrañar ya que ese parecer ser el sino de este viejo templo: que siempre le den la espalda.

Sin embargo, poco importa lo mucho que han cambiado las cosas a su alrededor, que sea ajena a un mundo que a fin de cuentas es prácticamente ajeno a sí mismo; Sor Ángela, como ha sido siempre, regala desde su pedestal de granito la mejor de sus sonrisas a todo aquel que asoma al pequeño jardín, ahora tan desangelado. Nada más tiene que ofrecer, nada más se necesita.

26 de noviembre de 2010

Dicen que "el que se fue de Sevilla....

…perdió su silla”. Siempre pensé que era una frase hecha, como mucho un tópico, pero parece ser que estaba equivocado, o al menos es la conclusión que saqué tras toparme con esta imagen.

Y es que ya sea por superstición o por simple precaución, alguien se ha tomado el asunto tan en serio que ha amarrado su silla a una farola con la pitón de una moto; y ahora que se pierda....

También es verdad que está el patio como para que se extravíe algo, aunque sea una silla.

21 de noviembre de 2010

Las columnas del Pasaje Gámez Laserna (y II)

En la anterior entrada dejábamos nuestras 4 columnas en el Corral de los Gallegos, caserón de la calle Oropesa donde permanecieron hasta su derribo en los años 70, pasando entonces a la pared encalada del Pasaje Gámez Laserna.

Escasos metros de recorrido y muy pocos años retrocedidos para el camino y la historia que atesoran estas columnas, y es que si la idea de la entrada es bucear en el pasado de la ciudad siguiendo sus huellas, podría decirse que no nos hemos mojado ni los pies. Ya lo comprenderán.

Vamos a dar un salto en el tiempo, exactamente hasta la primera mitad del siglo XIX, cuando la familia Aponte adquiere el Corral de los Gallegos. Por los datos que dispongo no me atrevería a asegurar si la compra es en forma de solar o el edificio ya se encuentra construido; sea como fuere, no es la única pertenencia que tendrá esta familia por la zona, ya que en un boletín del Ministerio de Fomento fechado en 1860 se hace referencia a una lápida romana que aparece al abrir Guillermo Aponte los cimientos de una casa en la vecina calle Gallegos, actual Sagasta. Lápida que, por cierto, se negó a entregar al Museo Arqueológico según denuncia dicho boletín.

Seguramente esas obras se realizaron en el número 21 de esta calle Sagasta, edificio donde se encontraba una Tienda de Loza de Pedernal que según Álvarez-Benavides ofrecía “un extraordinario surtido de loza de Cartuja; porcelana y cristales planos y huecos del reino y extranjeros”, siendo en palabras de este mismo autor “uno de los establecimientos de su género mas antiguos y acreditados”.

Esta tienda la abrió en el primer tercio del siglo XIX Guillermo Aponte junto a su socio, un joven inglés llamado Carlos Pickman, y se encargaba de importar loza y cerámica desde Liverpool. Un negocio que debía ser bastante rentable, ya que entre la calidad del producto, mas refinado y elegante del que hasta ese momento se fabricaba en los alfares de Triana, y la tradicional novelería sevillana, a los pocos años el señor Pickman decide montar su propia industria, para lo que en 1838 alquila primero y después compra el Monasterio de la Cartuja.

Había sido este Monasterio de Santa María de las Cuevas una de las joyas mas importantes del barroco sevillano. Fundado hacia 1400 por el arzobispo Gonzalo de Mena sobre una ermita en la que se veneraba una imagen de la Virgen encontrada en una cueva, de ahí su nombre, fue tal su importancia que el siempre recurrente Félix González de León pide perdón antes de describirlo porque “es tan magnifico que temo ofenderlo con mi pluma y no dar á mis lectores una idea de su grandeza porque no es fácil recordar tantas bellezas y riquezas como contenía.

Y es que el mecenazgo de la casa de Alcalá, de los Veraguas, del mismo Colón y de otras ilustres familias sevillanas había convertido este convento en uno de los mas importantes y ricos de la ciudad, contándose en su interior innumerables obras de arte y maravillas de orfebrería.

Pero el empobrecimiento progresivo en que se va sumiendo Sevilla con el paso de los años arrastra consigo al propio Monasterio, que llega al siglo XIX en una franca decadencia que será apuntillada con la llegada de los franceses en 1808.

Advertidos los monjes de la afición de las tropas napoleónicas a expoliar todo aquello que se pusiera a su paso, deciden poner a salvo sus tesoros y por ello lo dividen en dos partes para su salvaguarda, enviando por barco una de ellas a Cádiz, ciudad que se había hecho fuerte frente al invasor, mientras la otra sale en carros de mulas camino de Lisboa, al amparo de la ayuda inglesa. Caminos dispares los que toman los bienes cartujanos con idéntico resultado: el fracaso. Y es que en Sanlúcar son interceptadas las barcazas por los franceses, que no perdonan nada, mientras que la parte enviada a Portugal logra escapar a la codicia gabacha pero topa de frente con las necesidades de la resistencia, que no duda en fundir los fabulosos tesoros para hacer monedas. De esta forma los incalculables bienes acumulados por los cartujanos a lo largo de los siglos desaparecen en pocos meses.

Tampoco corre mejor suerte el mismo Monasterio, que es exclaustrado para instalar en sus dependencias un cuartel. Lo poco de valor que quedaba desaparece para siempre, como la magnifica yeguada de caballos cartujanos que primorosamente cuidaban los monjes y que, según la tradición, descendían del mismísimo caballo de Mahoma.

Así, cuando en 1812 regresa la comunidad tras la derrota de los franceses, encuentran una Cartuja completamente arrasada, tanto que los monjes tardan 4 largos años en hacer habitables sus antiguas dependencias.

Pero la suerte parecía estar echada para nuestros cartujanos, que son de nuevo exlcaustrados en 1820 al suprimirse en las Cortes las órdenes monacales, aunque vuelven a ser restauradas tres años mas tarde por Fernando VII. Tiempos convulsos y agitados en los que la comunidad sufre muchos reveses de los que a duras penas logra sobreponerse hasta que llega el año de 1835, el del golpe definitivo por obra y gracia de don Juan Álvarez Mendizábal: la Desamortización.

Los cartujanos son despojados del Monasterio, exclaustrados definitivamente y Santa María de las Cuevas pasa a manos de la Junta de Enajenaciones de Conventos Suprimidos, que instala una cárcel en sus dependencias.

Es entonces cuando entra en escena Carlos Pickman, que ante la buena marcha de su negocio de importación de la calle Gallegos decide fabricar él mismo la loza, para lo cual necesita un lugar donde ubicar su industria.

Siguiendo los pasos de su paisano Nathan Wetherell, que había establecido una fábrica de Curtidos en el viejo convento de San Diego, el señor Pickman alquila a la Junta el antiguo Monasterio para comprarlo definitivamente en 1840. Ahora sí, la suerte estaba echada.

Y es que Pickman no duda en adecuar las viejas dependencias cartujanas a la nueva industria cerámica, para lo que realiza todo tipo de obras que, definitivamente, cierran una página de la historia del edificio.

De las pocas obras de arte que había sobrevivido al expolio napoleónico, algunas se pierden para siempre mientras que otras son reutilizadas aunque nunca volverán a la Cartuja. Así, según escribe Joaquín González Moreno, el coro es trasladado a Cádiz para su restauración, aunque se queda definitivamente en su Catedral; dos ángeles de mármol se trasladan al mausoleo de la familia Pickman en el cementerio de San Fernando; los sepulcros de la familia Ribera, benefactora del monasterio, son trasladados a diversos templos hispalenses como la iglesia de la Anunciación; los cuadros supervivientes a la codicia francesa se trasladan al incipiente Museo de Bellas Artes; ni siquiera las espléndidas puertas de taraceas que cerraban las dependencias monacales se salvan.

Nuestro Monasterio es ahora una fábrica y mientras se levantan los hornos que desde entonces se convertirán en nuevo símbolo del edificio, muchas de las antiguas dependencias monacales son modificadas e incluso destruidas: los graneros de los monjes se convierten en almacenes, las capillas pasan a ser depósitos y talleres, en el atrio de entrada instala Pickman su propia vivienda y el claustro chico es transformado en nave de fabricación, para lo cual se desmantela su histórica arquería del siglo XV, inspirada en la del monasterio de Santa Paula y modelo en el que se basaron los mismos frailes para realizar en la misma Cartuja el claustro grande, que afortunadamente ha llegado hasta nuestros días y que podemos contemplar en la imagen de abajo, procedente de Wikimedia.

Y ahora pido que se fijen en la columna que aparece en primer plano, que como ya he dicho podemos encontrar actualmente en la Cartuja. Una columna de mármol blanco con anillos concéntricos en los extremos del fuste. Una columna de estilo nazarí similar a las cuatro que adornan el Pasaje Gámez Laserna. Como ya pueden suponer, una columna hermana a las cuatro de nuestra historia y de las 24 que formaban el claustro chico del Monasterio de la Cartuja.

24 columnas desmanteladas por Carlos Pickman para construir una estancia de su fábrica de loza y 24 columnas que fueron repartidas por la ciudad, llegando 4 de ellas al Corral de los Gallegos de su socio Aponte. De las otras 20, que yo sepa, no se tienen noticias, aunque me gusta pensar que se encuentran adornando el patio de algún caserón de la época.

Concluimos así el relato de estas 4 columnas: del monasterio al corral de vecinos, de soportar un claustro del siglo XV a adornar la pared de un Pasaje; un trozo de nuestro pasado que tras diversos avatares queda arrinconado en una calle cualquiera, en el mismo olvido. Cuatro columnas que bien podrían ser una metáfora en la que se reflejan muchos episodios de la historia de Sevilla. Quizás demasiados.

8 de noviembre de 2010

Las columnas del Pasaje Gámez Laserna (I)

Hay historias que se escriben con letra pequeña. Historias que no aparecen en las guías turísticas, ni siquiera en los libros, y que terminan perdiéndose en los anaqueles del tiempo con el paso de los años. Historias cuyos protagonistas pasan desapercibidos porque han sido presa del olvido o, simplemente, ya no interesan a nadie.

Es el caso de las cuatro columnas que traemos al blog en esta breve tarde de Noviembre; cuatro columnas adosadas a una de las paredes del Pasaje que une las calles Cuna y Sierpes, rotulado con el nombre del Maestro Gámez Laserna; cuatro columnas con un pasado tan insólito como rocambolesco que intentaremos recorrer a lo largo de las siguientes entradas.

A primera vista no hay indicios de que estemos ante nada que escape a un guión medianamente normal, ya que a lo largo y ancho del callejero hispalense es bastante fácil encontrar columnas y fustes de más antigüedad y valor patrimonial que éstas protegiendo las esquinas de los edificios o simplemente embutidas en las paredes.

Para colmo nuestras columnas ni siquiera tienen una función clara, ya que aguantan un pequeño alerón sin objeto ni sentido, con lo que podríamos afirmar que son un simple adorno de este quebradizo pasaje, un adorno posiblemente indultado de algún derribo o colocado allí por un respetuoso amante de las antiguallas.

Pero un ramillete de dudas o, al menos, una ligera inquietud comienza a asaltarnos cuando observamos que estas cuatro columnas de mármol blanco presentan características análogas a las que se pueden encontrar en los antiguos palacios nazaríes del Reino de Granada, el último bastión islámico de la Península; analogía que se hace evidente en el esbelto fuste cilíndrico rematado con anillos en sus extremos, aunque el capitel que sostienen es demasiado simple, quién sabe si un añadido posterior.

Pese a que este orden nazarí tuvo escasa presencia en la arquitectura sevillana, tampoco estamos ante nada que podamos catalogar de “extraordinario”; bien podrían haber sido “importadas” de algún palacete granadino o incluso fabricadas a principios del siglo pasado cuando el auge del regionalismo.

Pero las piezas comienzan a encajar si observamos detenidamente la fotografía que abajo traemos del libro Arquitectura Civil Sevillana, al que ya nos hemos referido en varias ocasiones.

Estamos ante una de las pocas imágenes conservadas del Corral de los Gallegos, que se encontraba en el número 6 de la calle Oropesa, barreduela de Cuna, aunque tenía también una entrada por Sagasta, calle que precisamente se llamó durante mucho tiempo de los Gallegos; lo que ya no sabría decir es quién dio el nombre a quién. Como tantos otros, desapareció a principios de los 70 después de bastantes años en estado ruinoso.

Era este corralón uno de los más poblados de la ciudad, aunque la fotografía parece estar tomada un mal día, teniendo un vecindario bullanguero y vivaracho que se volcaba especialmente en la celebración de las Cruces de Mayo, donde destacaba el buen gusto y colorido con que era engalanado el edificio.

Bella estampa de una Sevilla irrepetible pero no muy lejana en el tiempo en la que además del patio, ese eje central sobre el que gravitaba el universo interno del corralón, es imposible no hacer mención al pozo cerrado con tablones de madera, a las galerías sostenidas por pilastras y tornapuntas, a las persianas de esparto, a las canales para recoger el agua de la lluvia, a las paredes encaladas; infinitos los detalles que podrían enumerarse al ver esta imagen, aunque seguramente menos que los recuerdos que se habrán despertado en muchos de los lectores.

Pero no es precisamente rescatar sensaciones olvidadas el motivo por el que ha llegado el Corral de los Gallegos hasta esta entrada; hay un pequeño detalle en la imagen, exactamente en el lateral izquierdo, donde se aprecia en primer plano la silueta de una columna distinta a las otras que aguantaban los soportales del caserón; una columna de mármol blanco con anillos alrededor del extremo del fuste; una columna de rasgos nazaríes: una de las cuatro columnas del Pasaje Gámez Laserna.

1 de noviembre de 2010

Plaza de España

Hablar de la Plaza de España es hablar de recuerdos. Es evocar los lentos paseos en burrito alrededor de la fuente, el berrinche pillado porque no me dejaban manejar los remos de las barcas, el olor a garrapiñada recién hecha, las miradas impotentes tras ese globo de helio que se escapaba irremediablemente camino de las nubes, la cara pegajosa de algodón de azúcar o el sonido del tambor de hojalata que mi padre acababa de comprar en los puestecillos ambulantes.

Es curioso, pero la imagen que tengo de la Plaza se va diluyendo en mi memoria conforme avanzan los años; salvo algún Domingo de Ramos fotografiando al Señor de la Victoria desde la Torre Norte y las inevitables conversaciones con esa copa de manzanilla de más a la vuelta de la Feria, buceo en el pasado y sólo me vienen a la cabeza la tarde en que sirvió de plató para el Gran Juego de la Oca, con Emilio Aragón como maestro de ceremonias y un señor mayor, una especie de forzudo, haciendo bestialidades; y, por desgracia, las horas malgastadas inútilmente esperando que George Lucas o Natalie Portman firmaran mi difunto póster de Star Wars.

Posiblemente, mejor dicho, seguro, la culpa de este vacío la tiene el pésimo estado de conservación en que se encontraba la Plaza durante los últimos años: balaustradas destrozadas, la ría seca, mosaicos incompletos y muchas otras aberraciones que la convertían en un lugar poco recomendable para todo aquel que tuviera una cierta sensibilidad para con el patrimonio hispalense y la ciudad misma.

Desde hace unos días la Plaza de España vuelve a lucir en todo su esplendor tras llevarse bastante tiempo en obras. Una buena noticia que me provoca sensaciones dispares, ya que por un lado siempre es bonito revivir recuerdos de la infancia como tuve la oportunidad de hacer ayer; pero por otro entristece saber que por culpa del gamberrismo y, sobre todo, de la dejadez municipal, hayamos estado tantos años privados de este pedazo de nuestra memoria y, por qué no, de nosotros mismos.

Esperemos que quienes tengan que hacerlo hayan tomado nota y nunca más tenga que repararse la Plaza. Nunca.