En Santa María la Blanca

Si las piedras tuvieran voz, Santa María la Blanca, sin duda alguna, sería una bellísima canción. 

Una canción delicada y fina, como las yeserías que decoran sus techumbres.

Una canción tan suave que envolviera como una caricia las columnas de mármol rojo que sustentan la arquería de su nave central. 

Una canción colorida y luminosa, tanto que consiguiera pasar desapercibida ante los destellos azulados del manto de la Virgen de las Nieves que preside su Altar Mayor. 

Una canción que recuperara sonidos del pasado… 

Que evocara una vieja sinagoga (de las tres que hubo en la Sevilla reconquistada por San Fernando) que luego fue templo gótico y más tarde joya barroca. 

Que rescatara los ecos de rezos y plegarias susurrados durante siglos a los pies del altar donde aún se veneran los titulares de la extinta Cofradía del Lavatorio, el sobrio Cristo del Mandato y su madre atormentada, la Virgen del Pópulo, albaceas de esa Fe de los mayores que cantara Machado y que los cofrades “modernos” de las “nuevas modas” hoy en día, sencillamente, ignoran. 

Que llenara el vacío dejado en las paredes por los lienzos de Murillo robados por los franceses invasores al profanar el templo hace ahora doscientos años… 

Aunque, pensándolo bien, no es momento de recordar, sino de vivir: la música, al fin, ha vuelto a esta bella partitura barroca de la Puerta de la Carne. 

A ese poema instrumentado donde convergen acordes del barrio de San Bartolomé, de Santa Cruz y de las mismas entrañas de San Nicolás. 

A ese concierto sublime, exquisito, magnífico, donde en perfecta armonía la arquitectura, la escultura, la pintura, la imaginería y, en definitiva, el arte, se pronuncian en voz alta. 

Tres años se hizo allí el silencio…. esperemos que nunca jamás vuelva a repetirse.