Para comprender los orígenes de la Alcaicería de la Seda hay que retroceder en el tiempo cerca de 800 años, a las últimas décadas del siglo XII, cuando el almohade Abu Yacub decide trasladar la capital de su califato a la musulmana Isbilya.
Por ello comienza un sinfín de obras e infraestructuras encaminadas a engrandecer su corte de nuevo cuño y ponerla a la cabeza de las grandes urbes medievales del momento, restaurando los Caños de Carmona, tendiendo el Puente de Barcas sobre el Guadalquivir, mejorando las Atarazanas y, sobre todo, desplazando el centro de poder que desde tiempos de los romanos se aglutinaba en el eje Salvador-Alfalfa hacia las proximidades de la Dar Al Imara, nombre de la fortaleza que años más tarde daría origen a los actuales Alcázares.
En pocos metros concentra el poder militar (la ya mencionada Dar Al Imara), el religioso (empezando las obras de la nueva Mezquita Mayor, alminar incluido) y el comercial, que se plasmará en un recinto rectangular de callejas, viviendas y tiendas de lujo a los pies del Patio de los Naranjos: la Alcaicería de la Seda.
Al imaginar la Alcaicería de la Seda es inevitable pensar en un gran centro comercial especializado en artículos de lujo, unas Galerías LaFayette a la musulmana; su acceso se producía desde el Arco de los Traperos, un grueso postigo posiblemente fabricado en ladrillo que se cerraba por las noches para aislar el zoco del resto y, en definitiva, acotar una ciudad comercial dentro de la misma ciudad.
Se encontraba este Arco en el cruce de la actual Hernando Colón con Florentín, dando paso a una bulliciosa y alegre calle en la que inmediatamente nos veríamos envueltos por las voces de los mercaderes alabando las virtudes de sus productos, los pregones de los vendedores ambulantes con sus tinglados de quita y pon o por las típicas discusiones entorno al precio de esa alfombra o cortina que había encaprichado al visitante que en principio solo estaba allí por curiosidad. A buen seguro que en horas de máxima afluencia resultaría bastante difícil escuchar la llamada del muecín desde los alminares de las mezquitas cercanas.
Mas tranquilas y sosegadas, las pequeñas callejas que abrazaban este eje principal serían un paréntesis de asueto para el visitante del zoco, que tendría la oportunidad de visitar con calma una amalgama de tiendas en las que perderse entre un sinfín de tejidos, telas o paños de extraordinaria calidad antes de emerger a la vorágine del Arco de la Rosa, a los pies del Patio de las Abluciones de la Mezquita Mayor, donde daría por finalizado su periplo, seguramente con algunos dinares de menos en el bolsillo.
Pero poco tiempo le quedaba a los musulmanes para disfrutar de su remozada ciudad; si la Alcaicería de la Seda alcanza rápidamente fama y prestigio, los almohades lo pierden a igual velocidad, la misma a la que desaparece Al Andalus, y así en 1248 el caudillo Axataf entrega las llaves de Sevilla a Fernando III de Castilla, que pone fin a más de 500 años de presencia andalusí entre sus calles.
La Rendicion de Sevilla, Charles Joseph Flipart
Sobre los cimientos de la Isbilya mora pretende edificar el Rey Santo la Sevilla cristiana, por lo que sus actuaciones son en un principio meramente simbólicas: fija la residencia en el Alcázar, la Mezquita se adapta a la religión conquistadora y cede el zoco musulmán a los trabajadores de la seda sin hilar, que gustosamente se asientan en las tiendas y viviendas abandonadas.
El esplendor de la ciudad se recupera, el de la Alcaicería con ella, y de nuevo sus calles se llenan de mercaderes, comerciantes, clientes, curiosos, en definitiva, de vitalidad. Con ellos traen una nueva forma de vivir, nuevas costumbres, nuevas ideas y, por supuesto, una nueva religión, que rápidamente toma posiciones entre las calles del zoco: la media luna es sustituida por la cruz, y es precisamente una cruz lo que coloque el propio San Fernando al inicio de la calle que había entregado al gremio de los tundidores, frente a la mezquita que pocos años después su hijo Alfonso cederá a los genoveses y junto a un pozo que con el tiempo dará origen a una de las fuentes mas señeras de la ciudad.
La Sevilla cristiana se asienta mientras el zoco se dispara en importancia, tanto que poco a poco extiende su área de influencia hacia calles aledañas a la vez que empiezan a instalarse nuevos gremios, principalmente relacionados con el trabajo de la plata y la orfebrería en general.
Aunque el núcleo sigue siendo el primitivo mercado musulmán, todavía un recinto independiente unido al resto de la ciudad por los Arcos de la Rosa y de los Traperos sobre los que se encontraban las casas de los alguaciles encargados de cerrar las puertas al caer la noche, los límites reales de la Alcaicería llegan ahora hasta la plaza de San Francisco, donde aparecen los primeros comercios de los plateros, que incluso labran capilla para su patrón, San Eloy, en el vecino convento franciscano.
El visitante, por tanto, encontraría ya en la misma plaza las tiendas de los plateros, que compartían sitio con los tundidores y los lenceros. Calles atrás quedaban los chicarreros, expertos en calzado infantil, los chapineros, fabricantes de otro tipo de calzado, o a nuestra derecha los talleres de los batihojas (actual Cabo Noval), labradores del oro. Frente a nosotros, joyas y tejidos daban colorido a una calle en la que sería fácil tropezarnos con don Pedro Duque Cornejo y otros artistas de la época interesados en los trabajos de orfebrería que allí se desarrollaban.
Una calle no muy ancha, flanqueada por edificios porticados similares a los que aún se conservan en Alemanes o en las bodeguitas del Salvador, en los que se aprovechaba el porche para exponer el género que hará las veces de reclamo hacia el interior, donde estaría la tienda. Oculta en algún rincón, una escalerilla nos llevaría a la planta alta, donde estaba la vivienda del vendedor.
Y, todo hay que decirlo, una calle poco salubre, normalmente encharcada por los escapes de la cercana fuente de Mercurio Argifonte, que nos recibía con la pintura de la Virgen de los Reyes que desde finales del siglo XIV había sustituido la cruz que mandara colocar el Rey Santo y nos despedía con un Calvario de bellísima factura apoyado en el Arco de los Traperos, junto al lugar donde los alfayates tenían sus sastrerías (actual Rodríguez Zapata).
A partir de ahí, de nuevo el entramado heredado del viejo zoco musulmán y que los comerciantes de la seda habían adaptado a sus necesidades, como por ejemplo haciendo portones y arquillos que los comunicaran con las calles de los Mercaderes (Álvarez Quintero) y de los Genoveses (Avenida).
La zona a finales del s. XIX, cuando aún se conservaban los antiguos postigos. Fuente: lafotograficaband.org
Pero tarde o temprano tenía que llegar el declive, y éste comienza en el momento mas inesperado, cuando la ciudad llega a su punto máximo de esplendor: en el Siglo de Oro. Sevilla se convierte en Puerto de Indias, el comercio se traslada al entorno del Arenal, si acaso a la zona de las Gradas, quedando el viejo zoco fuera del nuevo circuito comercial.
Sobra decir que si en la época de mayor prosperidad de Sevilla nuestra Alcaicería está en crisis, cuando la propia ciudad entra en barrena el viejo mercado está prácticamente en ruinas.
Así, cuando en 1679 el Marqués de Sofraga inspecciona el recinto no sólo constata que ya se venden en sus calles todo tipo de artículos, habiendo desaparecido esa mercadería de lujo que tanto renombre dio al zoco en siglos precedentes, sino que la mayor parte de las tiendas se encontraban cerradas desde hacía años.
El deterioro es ya imparable, el lugar se convierte en un recinto inhóspito, insalubre, oscuro, peligroso, tanto que según refiere Montoto el consistorio comienza a derribar los primeros portalones a partir de 1778, labor que simbólicamente podríamos dar por finalizada a mediados del siglo XIX cuando la piqueta manda al baúl de los recuerdos al Arco de la Rosa y al de los Traperos, cuya desaparición sitúan algunos historiadores en 1853. Trece años antes había sido retirado de la calle Tundidores un retablo de la Virgen de los Reyes que desde 1556 ocupaba el lugar de una vieja pintura medieval; el Sagrario de la Catedral era su nuevo destino.
El día que te decidas a plasmar tus estudiadas, documentadas y cuidadas entradas en un libro nos harás felices a muchos, además de que será una excusa más que buena para liarla parda.
ResponderEliminarUn beso.
¿Dicen que no se puede viajar en el tiempo? Que se pasen por aquí y disfruten, seguro que cambian de opinión.
ResponderEliminarGrácias y un saludo.
Pues mira, no añado nada. Me sumo a mis dos ilustres comentaristas anteriores. Fascinante y enriquecedor siempre, hijo mío.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Como siempre, de boca abierta.
ResponderEliminarUn viaje...Estupendo...Realmente haces un trabajo maravilloso digno de publicación impresa,cuanto valor histórico y documental.
ResponderEliminarUn abrazo.
De acuerdo con muchos comentarios, creo que si recogieras en un libro todas tus entradas sería un verdadero éxito.
ResponderEliminarSigue siendo una delicia leer estos posts y descubrir más reminiscencias del pasado.
Digo lo mismo que América y la alejandriacarmesi, y te lo he dicho ya muchas veces y lo seguiré diciendo, soy "un rato pesao", publicalo en papel ¿vale?. Saludos Alberto.
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