Las manecillas del reloj de la Casa Sin Balcones se detuvieron pasadas las ocho y media. Lo que no podría poner en pie es el momento exacto en que esta parada se produjo; bien pudo ser una mañana de Septiembre, con los rayos del sol se adivinándose tras los edificios de la calle Tetuán; o días mas tarde, en Octubre, cuando el siempre incomprensible cambio horario regala 60 minutos más de luz a los que madrugan.
Aunque claro, no es descartable que hubiera tenido lugar en uno de esos atardeceres veraniegos en los que el calor concede la bendita tregua nocturna que durante unas horas resucita la ciudad o, quién sabe, una noche cerrada de invierno, de calles vacías, frías y silenciosas. Cierto es que si un reloj parado es útil dos veces al día, adivinar cuando se detuvo también es dos veces más difícil.
Tampoco tenía mucho sentido que siguiera funcionando. Silencioso albacea de una época que se fue, una época en la que los relojes aún no se habían convertido en el simple adorno que son en nuestros días, con unas vidas tan cronometradas que ni siquiera es necesario saber la hora.
Una hora que quedó quieta algún día pasadas las ocho y media (de la mañana o de la tarde), dejándolo sin otro uso ni otra justificación que ser un recuerdo de tiempos no muy lejanos, tiempos que él mismo marcaba.
Y así permanece, como un recuerdo más de la calle O’Donell en un mundo que hoy le es ajeno, como también le es ajeno a las columnas toscanas del palacete barroco que se levantaba en el número 23, hoy una tienda de telas, o a la portada de la antigua casa-palacio de los Concha y Sierra, ahora un simple adorno del pasaje Manuel Alonso Vicedo. Reminiscencias de un pasado que se ha respetado, o simplemente ignorado.
Un pasado que en este caso comenzaba hace casi 100 años, cuando el comerciante Eduardo González encarga a José Espiau, arquitecto, la construcción de un edificio en el que llevar a cabo sus subastas y almonedas en la esquina formada por las calles O’Donell y Olavide.
Un edificio que se haría al gusto de la época, al gusto de Sevilla cuando Sevilla tenía gusto y no necesitaba importarlo de otras latitudes, llámese personalidad. Ese gusto que el mismo arquitecto había proyectado magistralmente años atrás en el edificio Ciudad de Londres de la calle Cuna o en esa portada oficial de la Avenida que es la Adriática; y un gusto que, en ese momento, estaba dando forma a una de sus obras mas admiradas: el Hotel Alfonso XIII.
Y aparece el ladrillo visto, a imagen y semejanza de los palacetes mudéjares; los azulejos cromados en blanco y azul cobalto, como en los campanarios de las iglesias; la ventana de doble vano y parteluz cubierta con tejaroz, la balaustrada cerrando el perímetro de la azotea, las granadas rematando las pilastras. Aparece, en definitiva, ese lenguaje estilístico que había desempolvado el orgullo de una ciudad anclada desde hacía siglos.
Pero hete aquí que Espiau quiere hacer algo diferente, quiere dar una vuelta de tuerca o, al menos, aportar un sello característico que señale esta esquina dentro del callejero hispalense. Y no coloca balcones…
Una pequeña revolución para la Sevilla de la época, que en un alarde empírico bautizará el edificio como “La casa sin Balcones”, nombre que adopta su dueño gustosamente para el local que instala en la planta baja. Curioso como cambian los gustos, lo raro hoy día es lo contrario, encontrar terrazas o balcones en construcciones de nueva planta.
Acaba José Espiau su flamante “Casa sin Balcones” en 1919 y al año siguiente abre Eduardo González su comercio, colocando un reloj en la misma fachada del edificio, precedente del que traemos a esta entrada.
Precedente porque, como se ha comentado antes, eran otros tiempos, con otras costumbres, otra forma de vida y demasiadas “otras cosas”, entre las que se contaban los tranvías. Tranvías que comunicaban la Magdalena con la Campana, tranvías que pasaban por la estrecha O’Donell y tranvías que, en ese “pasar”, vibraban, y mucho. Tanto que el reloj se paraba e incluso corría el riesgo de desprenderse y caer al estrecho acerado de la calle.
Diez años tardan los dueños en tomar cartas en el asunto y en 1931 lo quitan de la pared, sustituyéndolo por el que hoy vemos, exento de la fachada gracias a cuatro brazos de forja donde el modernismo de la época también dejó su elegante huella.
Desde ese momento el reloj de la Casa sin Balcones se convierte en testigo de los cambios que hasta nuestros días se suceden en la calle y, en general, en toda la ciudad. Marca la hora, marca el tiempo, marca la vida.
Y presencia como la almoneda se hace primero joyería, ahora tienda de accesorios. Como los tranvías dejan paso a coches y autobuses, ahora a peatones y bicicletas. Como los raíles son tapados con asfalto, ahora con grises baldosas. Presencia el tránsito de la ciudad a lo largo de los años, con sus aciertos y sus errores, sus miserias y sus grandezas, su evolución y sus pasos atrás.
Porque son muchas las cosas que han cambiado desde que Espiau terminara las obras, tantas que ya nadie busca la hora a mitad de la calle O’Donell, aunque el reloj permanezca en su sitio, inmóvil (nunca mejor dicho); la Casa sin Balcones también, aunque poca gente recuerde ya su nombre. Quizás sea porque el tiempo de ambos se paró un día pasadas las ocho y media, da igual si mañana o tarde.
Encantador relato que sin dudas, ha provocado la salida del Poeta que te habita.
ResponderEliminarUna mirada con nostalgia que casi, no necesitó de fotos, aunque se agradecen, son muy bellas.
Un Reloj retirado de sus funciones, como un abuelo, digno, presente, lleno de recuerdos.
Precioso trabajo Amigo, Muchas Gracias por la publicación! Un abrazo!
Sumo mis palabras a las de mi querida Susana. Fantástico trabajo, querido amigo, siempre tan ilustrativo como emocionante.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Fantástica entrada una vez más amigo. Desde ahora miraré ese reloj con otros ojos, después de toda una vida pasando por delante sin pararme.
ResponderEliminarResulta paradójico ver cómo cambian tantas cosas a lo largo de los años y, a pesar de todo, hay tanto que sigue igual...
Un saludo.
Fiel testigo de la vida, de una vida, de nuestra vida... Que no habrá visto (parado o no) el reloj de la Casa sin Balcones.
ResponderEliminarUna magnica entrada colmada de detalles y datos de esa Sevilla que nunca terminó de irse del todo, y de historia.
Un abrazo
Si hay algo que me encanta de esta ciudad es la lógica popular de algunos bautizos: "La Casa sin balcones". Y así se le quedó...
ResponderEliminartengo un catalogo tarifa precios fornitura 1968 de la casa sin balcones
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