La fama de su belleza se había extendido por todos los rincones de la ciudad como el olor a jazmín por las callejuelas de San Bartolomé una noche de verano.
Del Prado de Santa Justa a la “rampla” de la Puerta Real, de los huertos del Monasterio de San Jerónimo a los Jardines de San Telmo, los cuatro puntos cardinales de Sevilla celebraban el inusual atractivo de la joven irlandesa que había arribado pocas semanas atrás.
Decían que era guapa como las diosas de los romanos que de vez en cuando se encontraban en las ruinas de Santiponce, delicada como las flores del Paseo del Cristina, dulce como el canto de los jilgueros que despedían el atardecer entre los árboles de la Huerta del Retiro.
Para que podamos hacernos una idea, años mas tarde, con Europa ya rendida a sus pies, escribiría de ella el periodista polaco Antón Slowacki que, salvo los ojos, poseía la mayor parte de las perfecciones que constituyen "el canon ideal de la belleza femenina", las cuales según él eran "tres blancas: la piel, los dientes, las manos, Tres negras: los ojos, las cejas, las pestañas. Tres rosas: los labios, las mejillas, las uñas. Tres largas: el cuerpo, la cabellera, las manos. Tres pequeñas: las orejas, los dientes, la nariz. Tres amplias: los pechos, la frente y el espacio entre las cejas. Tres delgadas: el talle, las manos, los pies. Tres finas: los dedos, los cabellos, la boca."
Como podemos ver en el retrato que le hizo Stieler, su imperfección según el canon de Slowacki era tener los ojos azules, no negros...
Lola Montez en 1847, obra de Joseph Karl Stieler Imagen: Wikipedia |
Su nombre real era Maria Dolores Eliza Gilbert, aunque tras casarse en 1837 apenas cumplidos los 19 años con un teniente del Imperio Británico destinado en Calcuta había pasado a ser la señora James.
Sin embargo la vida en pareja y los rigores militares no estaban hechos para ella, espíritu inquieto, libre y, por así decirlo, distraído, por lo que un buen día abandona al esposo, la India y el Imperio, poniendo rumbo a Inglaterra donde decide darle una vuelta de tuerca a su vida y dedicarse a la interpretación, para lo que acude a la academia de Fanny Kelly, una vieja actriz que rápidamente se da cuenta del potencial que atesora la atractiva muchacha.
Sus ganas de comerse el mundo unido a su espectacular belleza racial, agitanada, bastante alejada de los típicos patrones británicos, encienden la luz en su mentora, que le recomienda marcharse a España para aprender los bailes típicos del país, en especial Andalucía, una región exótica que se había convertido en un icono para los atormentados espíritus románticos de la época.
María Dolores no lo ve del todo descabellado, de hecho en el internado parisino donde estudió tras la muerte de su padre la apodaban precisamente “la andaluza” por su aspecto físico mas propio de las muchachas nacidas en la ribera del Guadalquivir que en las nubladas orillas del Támesis.
Y así pone rumbo a Sevilla, donde la encontramos en 1842 dando lecciones de baile en la academia del Paquiro, un matador de toros retirado que compaginaba la instrucción de la tauromaquia con las clases del baile flamenco, que le venía de cuna, gitana de pura cepa.
Cuentan los chismes que el Paquiro, que se llamaba realmente Andrés Montes, bebía los vientos por la apuesta irlandesa, pero no consiguió nada, salvo que la muchacha cambiara de nombre una vez más, siendo a partir de entonces conocida como Lola Montez en honor a su mentor y a la que desde entonces sería su patria chica.
Porque Lola apenas aprende a bailar, ni a cantar, ni siquiera castellano, pero queda tan encandilada por la ciudad que durante el resto de su vida se proclamará sevillana a los cuatro vientos, y no de adopción, sino de cuna, inventándose para ello esta nueva identidad y quitándose de paso algunos años de encima.
El entorno del Río en la primera mitad del siglo XIX. David Roberts |
Y llegamos así a la noche del 8 de Julio de 1843.
El Covent Garden de Londres acoge la representación de El Barbero de Sevilla, el gran éxito de la época, y en los entreactos actuará una desconocida bailarina recién llegada del Teatro Real de Sevilla, Lola Montez.
“El tipo andaluz en toda su pureza”, como la definirán los críticos y entendidos que asisten a su presentación, no es precisamente una virtuosa en lo que al sexto arte se refiere, pero posee una belleza tan extraordinaria y destila un erotismo tal en cada uno de sus movimientos que embruja a todos los asistentes, mayoritariamente del género masculino.
El triunfo es arrollador. La Montez fusiona su sensualidad y atractivo innatos con ligeros esbozos de flamenco, algo exótico para el respetable londinense de hace 150 años, que se pone a sus pies.
El sueño de la joven muchachita irlandesa que llegara a Sevilla para aprender a bailar parecía hacerse realidad.
Covent Garden hacia 1850 |
¡Oh! Me ha encantado, la muchacha parece talmente un personaje de una novela de Dumas, le faltan unas plumas y unos diamantes pero bueno, imagino que algo de eso también habría cuando no estaba vestida de flamenca castiza…
ResponderEliminarKiss
Sigue contándonos estas historias ;)
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