En el patio mudéjar del Convento de Santa Isabel el tiempo parece haberse detenido.
Al menos es la sensación que queda al pasear bajo las galerías de este viejo claustro que sostienen 12 pilares de ladrillo desde finales del siglo XV, cuando doña Isabel de León, la Farfana, levantara el primitivo convento para las monjas sanjuanistas.
El sonido de los vencejos, el frescor de las cintas que crecen en los maceteros, el arrullo de las palomas de la vecina torre de San Marcos, el olor a puchero recién hecho que escapa de la cocina de las filipenses, las flores de geranios y gitanillas de las jardineras del cuerpo superior… todo es efímero y a la vez eterno, la vida está ahí, ante nuestros ojos, pero no fluye, detenida como las manecillas de un reloj olvidado.
Un pequeño pedazo de la eternidad donde olvidarse de todo y de todos, como ese funesto incendio que durante unas horas quebró la tranquilidad del Convento hace algunas madrugadas; afortunadamente sólo quedó en un susto, uno más…
Se agradece que aún queden rincones mágicos como éste, y es que si, como dijo Dostoievski, “la belleza salvará el mundo”, en este recoleto claustro mudéjar tenemos la suerte de escapar de algo mucho peor: la realidad.
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