La muerte salió por la Puerta Osario.
Salió en un camión conducido por el odio, rompiendo la tregua de silencio que había concedido la noche, calurosa noche de Agosto, a una ciudad aterrada; en un camión de tristeza, de pesadumbre, de desesperanza, sabiendo que el destino que buscaba no tendría retorno.
Salió en un camión que atravesaba los adoquines de una Sevilla que por todos sus rincones escuchaba los lamentos de madres que nunca más volverían a ver a sus hijos, donde aún crepitaban las vigas calcinadas que una vez aguantaron los templos de San Román o San Roque, una Sevilla en la que ya no quedaban flores ni lágrimas con las que honrar a sus muertos, a todos sus muertos, a los unos y a los otros, a los que descansaban en nichos y a los amontonados en cal viva junto a las tapias del cementerio, porque la brutalidad no entiende de ideas, de razas ni religiones, aunque los animales se escuden en ello para justificar sus asesinatos.
Cuatro hombres dejaban atrás el Cine Jáuregui, a los demás presos y a la vida misma, esa vida que trataba de esquivar los renglones que la muerte escribía cada atardecer en las listas del Soldadito. Esa noche la saca ya estaba hecha.
El odio se abría camino hacia el kilómetro 4 de la carretera de Carmona, a la linde del antiguo huerto de las Clarisas, al sitio de Hernán Cebolla, donde la Gota de Leche, aunque eran gotas de sangre las que iban a derramarse.
Entre los troncos de los olivos, el destino acudía insaciable a su cita; olor a pólvora quemada, una zanja, la luna en el firmamento y dos filas de hombres, frente a frente, cara a cara, vida contra muerte.
Primero se oyeron tres palabras, luego una deflagración. Todo se había consumado, madrugada por testigo, la historia se grababa con letras de fuego y rabia.
Pocos segundos duró el sonido de los fusiles; las tres palabras aún hoy se escuchan, 75 años después, ya que no se perdieron en la oscuridad, ni quedaron sepultadas por el tiempo, ni las extravió el olvido.
Tres palabras que costaron una vida, pero vencieron a la muerte y a la ignorancia, y a la barbarie, y al rencor. Tres palabras de libertad, tres palabras de esperanza, tres palabras de fraternidad. Y que así sea, por los siglos de los siglos.
Salió en un camión conducido por el odio, rompiendo la tregua de silencio que había concedido la noche, calurosa noche de Agosto, a una ciudad aterrada; en un camión de tristeza, de pesadumbre, de desesperanza, sabiendo que el destino que buscaba no tendría retorno.
Salió en un camión que atravesaba los adoquines de una Sevilla que por todos sus rincones escuchaba los lamentos de madres que nunca más volverían a ver a sus hijos, donde aún crepitaban las vigas calcinadas que una vez aguantaron los templos de San Román o San Roque, una Sevilla en la que ya no quedaban flores ni lágrimas con las que honrar a sus muertos, a todos sus muertos, a los unos y a los otros, a los que descansaban en nichos y a los amontonados en cal viva junto a las tapias del cementerio, porque la brutalidad no entiende de ideas, de razas ni religiones, aunque los animales se escuden en ello para justificar sus asesinatos.
Cuatro hombres dejaban atrás el Cine Jáuregui, a los demás presos y a la vida misma, esa vida que trataba de esquivar los renglones que la muerte escribía cada atardecer en las listas del Soldadito. Esa noche la saca ya estaba hecha.
El odio se abría camino hacia el kilómetro 4 de la carretera de Carmona, a la linde del antiguo huerto de las Clarisas, al sitio de Hernán Cebolla, donde la Gota de Leche, aunque eran gotas de sangre las que iban a derramarse.
Entre los troncos de los olivos, el destino acudía insaciable a su cita; olor a pólvora quemada, una zanja, la luna en el firmamento y dos filas de hombres, frente a frente, cara a cara, vida contra muerte.
Primero se oyeron tres palabras, luego una deflagración. Todo se había consumado, madrugada por testigo, la historia se grababa con letras de fuego y rabia.
Pocos segundos duró el sonido de los fusiles; las tres palabras aún hoy se escuchan, 75 años después, ya que no se perdieron en la oscuridad, ni quedaron sepultadas por el tiempo, ni las extravió el olvido.
Tres palabras que costaron una vida, pero vencieron a la muerte y a la ignorancia, y a la barbarie, y al rencor. Tres palabras de libertad, tres palabras de esperanza, tres palabras de fraternidad. Y que así sea, por los siglos de los siglos.
Viva Andalucía Libre
Una entrada llena de sentimientos. Es una pena que muchos olviden que el bienestar del que disfrutan hoy se debe, en gran parte, a gente como Blas Infante, que luchó hasta su muerte por unos ideales, algo que, actualmente, ya no importa o está en un plano demasiado apartado, oculto bajo falsos "valores".
ResponderEliminarMuy emotivo.
ResponderEliminarViva Andalucía!
Preciosa entrada.
ResponderEliminarUn abrazo.
Enhorabuena, muy bueno el escrito. Da gusto leer cosas así. Sea por Andalucía libre, España y la Humanidad...
ResponderEliminarPreciosa entrada.
ResponderEliminarMi hijo de tres años se sabe medio himno de Andalucia para orgullo de su madre que se lo enseña a trozos cada noche mientras se queda dormido.
Un detalle de esta Sevilla cruel: Blas Infante quedo enterrado en una fosa y quien ordeno su muerte esta enterrado en la basilica de la Esperanza Macarena.
Y yo que pensaba que el reconocimiento debia ser para las buenas personas.
Sonia.
Personalmente me molesta que ahora ciertos partidos, tanto de derechas como de izquierdas ahora se suban al carro conmemorativo de esto que relatas, cuando antes les importaba poco, pero ahora será que cada voto se gana a pulso digo yo…
ResponderEliminarEso sí, no hace mucho, por un comentario parecido sobre esta temática me dijiste que yo parecía una peli de cine español; podría hacer la bajeza de decirte lo mismo, pero no lo haré, hay cosas que me parecen demasiado serias como para ser barro que tirar a la cara :P
Kisses
Gracias a todos como siempre por vuestras palabras, esperemos que la figura de Blas Infante nunca caiga en el olvido.
ResponderEliminarSonia, al menos me quedo con que la figura de Blas Infante es homenajeada año tras año, mientras al señor que ordenó su muerte se le tapa la mitad de la lápida. La historia parece que ha puesto a cada uno en su sitio, aunque no sea físicamente.
Mi intención en esta entrada, Gata Roma es homenajear la figura de Blas Infante destacando que su palabra sobrevivió a su muerte y a los que la ocasionaron. Si hubiera muerto atragantado por un trozo de pan la finalidad habría sido la misma, auqnue seguramente habría intentado de meterle algo menos de drama, claro.
Sin embargo, si no recuerdo mal, la conversación que mencionas tiraba por unos derroteros bastante diferentes, muy diferentes, demasiado. Pero bueno, como bien dices no es plan.
Saludos y una vez más, gracias a todos.