Fukuoka es una isla japonesa donde los gatos viven apaciblemente en estado semi-salvaje alimentados por los pescadores locales, que les permiten pasear a sus anchas por calles, muelles, jardines e incluso por sus propias casas.
Cinco años se ha llevado el fotógrafo Fubirai documentando este paraíso gatuno, trabajo que podemos ver en este enlace lleno de imágenes divertidas, curiosas y, en muchos casos, entrañables por lo extrañas que resultan en los tiempos que corren.
Un pequeño Fukuoka a lo sevillano se encontraba a principios de los años 50 en la Avenida de la Cruz Roja, en el inmenso caserón donde vivía Catalina, la vieja de los gatos, una señora cuyas historias aún recuerdan los vecinos más antiguos.
Hablamos de una Cruz Roja que nada tenía que ver con la avenida solitaria llena de edificios ruinosos y comercios cerrados de nuestros días, por supuesto.
Tampoco con la que yo conocí de niño, esa Cruz Roja de cervecita en Chamorro, matinal en Cine Lux o Delicias, filetes de pescada en Marcelino, sacos de naranjas en Antonio y tiraíllos en Deportes Istmicos para pescar en el Parque de Miraflores.
Hemos de remontarnos a una Cruz Roja más antigua aún, donde la Huerta del Hierro era una huerta, los niños se repartían entre el Colegio de los Moros y el de don Manuel, y el lugar donde hoy se levanta Correos lo ocupaba una fábrica de tejidos junto a la que se encontraba un enorme y sombrío caserón abandonado por una familia adinerada que se había mudado a Capuchinos.
Allí vivían Catalina y su marido, viejos caseros de la mansión a los que la familia les había permitido pasar el resto de sus vidas a cambio de mantener la finca más o menos cuidada.
Por amor o compasión, Catalina acogía a todos los mininos que encontraba abandonados, ya fueran cachorros o viejos, de raza o mestizos, de pelo largo o cortito, de cualquier tamaño o color.
Y, evidentemente, el caserón se llenó de gatos.
Primero porque los gatos tienen gatitos, cosas de la naturaleza; y después por una especie de efecto llamada que llevaba a los niños de Pío XII, del Retiro Obrero, de la Barzola, de las Casitas Baratas y otros barrios de alrededor a lanzar tapia arriba a todo gato que pillaran en un renuncio, que tampoco es fácil atraparlos.
La vieja Catalina se convirtió de esta forma en un dilema moral para los vecinos.
Por un lado sería la heroína de muchos chavales, esa bondadosa anciana que escondía a los pobres mininos de las redes de los laceros, esos oscuros señores que llevaban a los pobres animales vagabundos a la perrera de la Puerta Osario, donde les esperaba una muerte segura.
En su contra estaba el lado higiénico, y es que no cuesta mucho imaginar lo que pensaría el vecindario cuando en las tardes de verano se levantaba la típica brisita de aire cálido y esparcía el hedor a orín desde el jardín del caserón hasta los mismos confines de la huerta del Carmen.
Pero no hay mal (ni bien) que cien años dure, ni cuerpo que lo resista: y Catalina tenía sólo una vida, no siete como sus protegidos, vida que se acabó algún día de la década de los 50, llevándose consigo el ruinoso caserón, a los pobres gatos y los malos olores, aunque dejaba tras ella un sinfín de historias e historietas que aún hoy, más de medio siglo después, son aún recordadas por los vecinos más veteranos.
Es curioso que, años después, en mi propio barrio tuviéramos otra vieja de los gatos, otra Catalina que se llamaba Carmen.
Y más curioso aún que donde ahora vivo haya otra señora que alimenta en un jardín, en este caso público, una nutrida colección de mininos, a la que seguro los chavales de la zona conocerán por el mismo nombre: la vieja de los gatos.
Total, que al final uno llega a la conclusión de que seguramente cada calle, cada barrio de Sevilla, ha tenido su vieja de los gatos, su anciana excéntrica, solterona o viuda, que trataba de hacer más llevadera su soledad recogiendo animales abandonados.
Me atrevo a asegurar que la Tía Tomasa era una vieja de los gatos cuando vivía en la Torre Blanca de las Murallas de la Macarena. O Mari Cangrejo antes de convertirse en brujita de la Puerta de la Barqueta.
Es más, seguro que así habría acabado la Paula del buen recuerdo de Rafael Laffón si no llegan a acogerla sus padres.
Y es que la vieja de los gatos es, a fin de cuentas, un personaje tan nuestro, tan cotidiano, que muchas veces se hace incluso necesario para comprender muchas cosas de Sevilla y de nuestra propia vida. Sobre todo la parte más importante, esa en la que fuimos niños.
Las murallas de la Macarena, escenario de las andanzas de la Tía Tomasa |
qué sabor deja tu cuentecito en el paladar. La ciudad son tambien sus habitantes.Ya sabes que nací en el Retiro Obrero y la Cruz Roja, y la Avda. de Miraflores era el camino por el que los mayores nos llevaban - al médico, a ver la cabalgata, a comprar a la Encarnación..- al otro continente que estaba pasada la Ronda.
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