Si tuviéramos que escoger la ciudad del Nuevo Mundo con la que Sevilla mantuvo una relación cultural y comercial más estrecha durante los siglos que fue Puerto de Indias, esa sería posiblemente Lima.
Desde que la fundara el extremeño Francisco Pizarro en 1535 la capital peruana fue prácticamente un lienzo en blanco donde los artistas sevillanos dieron rienda suelta a su genio creativo.
Del Arenal partieron los barcos que llevaron la Virgen de la Evangelización del imaginero Roque Balduque hasta la Catedral limeña, o los lienzos de Francisco Pacheco al claustro de los dominicos o el impresionante Crucificado del mismísimo Juan Martínez Montañés hasta la iglesia de la Merced.
Por no hablar de las innumerables joyas cerámicas creadas en los alfares sevillanos que cruzaron el Océano para embellecer palacios, monumentos o iglesias.
De una de estas obras, un zócalo de azulejos que salió de Triana a principios del siglo XVII rumbo al claustro de la iglesia de San Francisco de Lima, hablaremos en esta entrada.
El Puerto de Sevilla en el siglo XVI, obra de Alonso Sánchez Coello |
Entre los principales maestros ceramistas de la época estaba Hernando de Valladares, miembro de una importante saga que había logrado situar su taller situado en la misma Cava de Triana entre los más importantes del país.
De los hornos de Valladares saldrán durante las primeras décadas del siglo XVII azulejos para lugares tan emblemáticos como los Reales Alcázares, el monasterio de Santa Paula o la capilla de las Ánimas de la iglesia de San Lorenzo, entre otros.
Por ello no es extrañar que cuando la rica hacendada peruana doña Catalina Huanca, descendiente de caciques indígenas y ahijada de Francisco Pizarro, decide contribuir con una sustanciosa donación a la decoración del convento de San Francisco que se estaba levantando en Lima encargue al alfar de Valladares una partida de azulejos por la nada despreciable suma de cien mil pesos.
Capilla de las Ánimas en la iglesia de San Lorenzo |
Detalle del zócalo |
Este convento, del que llegaría a decir Ramón Menéndez Pidal que "es el monumento más grande y más noble que erigiera en éstas tierras de prodigio la conquista", se empezó a levantar mediado el siglo XVI, muy poco después de la fundación de la ciudad.
Doña Catalina pretendía contribuir a su engrandecimiento y al de la propia Lima, por lo que realiza un espléndido encargo de miles de piezas de cerámica vidriada al taller de Valladares, que es fletado en varios galeones, partiendo del puerto sevillano a principios del seiscientos para llegar a Perú pocos meses después.
Pero no contaba la piadosa benefactora ni los agradecidos monjes franciscanos con un detalle importante: tenían los azulejos, fantásticos y de excelente calidad, pero no encontraron nadie en toda Lima capaz de ponerlos: la Ciudad de los Reyes estaba llena de soldados, aventureros, comerciantes y artistas, pero los albañiles escaseaban.
De esta forma la fabulosa donación quedó arrinconada durante años en el convento a la espera de que alguien tuviera la pericia y oficio suficiente para colocarla, lo cual sucedió de la forma más inesperada.
Convento de San Francisco de Lima |
Cuenta la tradición que la mañana del 13 de noviembre de 1619 estaba montado un patíbulo en la Plaza Mayor de Lima.
Esperaba a Alonso Godínez, un señor de Guadalajara acusado de asesinar a una mujer de dudosa reputación que al parecer le jugó una mala pasada.
Condenado a morir en la horca, Alonso había recibido confesión esa misma noche por uno de los monjes del convento de San Francisco, al que, quizás por casualidad, comentó que era todo un experto en el arte de colocar azulejos.
Mayúscula tuvo que ser la sorpresa que se llevaría el confesor, que al fin parecía haber encontrado a ese alicatador que llevaban tanto tiempo buscando, tanto que de inmediato comunicó la noticia al resto de monjes, los cuales sin perder tiempo acudieron hasta el mismísimo Príncipe de Esquilache, virrey del Perú, para tratar de conseguir su indulto.
No les fue mal la cosa; el virrey accedió a las súplicas y, con la condición de que tomara los hábitos franciscanos y no volviera a pisar la calle, Alonso Godínez podría seguir vivo.
Pintoresca cuando menos tuvo que ser la carrera que se pegaron los monjes para detener el ajusticiamiento del reo, de hecho se cuenta que le comunicaron la buenísima nueva cuando ya estaba en el patíbulo con la soga al cuello, dejando con un palmo de narices a los morbosos que seguramente abarrotarían la Plaza Mayor para presenciar su muerte.
Y de esta forma Alonso Godínez, quién por cierto viviría el resto de sus días como un monje más, salvó la vida gracias a los azulejos que fabricara Hernando de Valladares en su taller alfarero de la Cava de Triana, azulejos que por suerte aún hoy pueden verse en el claustro del convento de San Francisco de Lima.
Los azulejos trianeros del convento de San Francisco de Lima Imagen: Cuaderno de Viaje |
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