29 de agosto de 2011

El último Alerce


Tiene en opuesta la Ciudad
Un fértil espacioso y verde llano,
Que en la estación de Sirio calurosa
De yerba y flores se demuestra ufano.
Tiéndese con carrera espaciosa
A la siniestra y á la diestra mano,
Hasta que en el famoso Guadaira
Toca esta parte que á Sevilla mira.
Aquí este rio lo divide y parte
Del opulento campo de Tablada
Que del antigüedad aquella parte
La selva del Alerce fué llamada.


Con estas palabras describe los campos de Tablada don Juan de la Cueva en su poema épico “La Conquista de la Bética”, obra en la que narra la toma de Sevilla por las tropas de San Fernando.

Pieza importante dentro del universo literario que al amparo del Siglo de Oro floreció en la capital hispalense, el poeta se hace eco en el último verso de uno de los nombres por los que fue conocida la inmensa Dehesa que se extendía, y aún extiende en versión reducida, al sur de la ciudad: Selva de Alerce, un árbol similar al cedro que al parecer se expandía por estos parajes desde tiempos inmemoriales.

Todo apunta a que esta “selva” debió ser espectacular a juzgar por las numerosas referencias que encontramos en los escritos de los Madrazo, Espinoza, Ponz, Carranza y la práctica totalidad de cronistas de la época y posteriores; y es que, en palabras de uno de ellos, Alonso Morgado, “todo el campo de Tablada y alrededores de Sevilla estaban llenos de alerces por tiempos de los Godos.

Otra cita, ahora de Martínez Kleiser, describe a los alerces como “una especie de pino, de frondosa copa verde gay, de dura e incorruptible madera, originario del Norte de África".

Con una longevidad extraordinaria y una altura que llegaba a adquirir proporciones descomunales, el bosque que conformaban estos árboles gigantescos daría a la Tablada de la época una imagen mas propia de latitudes septentrionales que a la llana y suave dehesa que hoy día conocemos.

Fuente inagotable de madera de primerísima calidad, se dice que incorruptible y con unas cualidades excepcionales, de la “selva de alerces” salen las vigas y jácenas que aguantarán los principales edificios hispalenses, como la techumbre de la mezquita de Ibn-Adabbas, donde hoy se levanta la iglesia del Salvador; o las hojas de la Puerta del Perdón, que aún se conservan en la Catedral; o las tablas que conformaban el firme del Puente de Barcas que unía la orilla de Triana. Incluso se cuenta que allí estuvo el árbol del que fue tallada la mismísima Virgen de los Reyes.


Puerta del Perdón. Fuente: Wikimedia

Al agua, a los insectos, al mismísimo paso del tiempo… nada parece hacer mella en el alerce salvo, como no podía ser de otra forma, el fuego: continuando con las palabras de otro de los escritores de la Sevilla antigua, Diego Ortiz de Zúñiga, “en un gran incendio del siglo pasado se acabaron de apurar en esta fértil campiña los alerces, árboles de especie de pinos en que abundaba y de que ya no hay rastro alguno”.

El funesto suceso tendría lugar a finales del siglo XVI o principios del XVII.

El bosque de alerces se convirtió en una una columna de humo descomunal, visible desde muchos kilómetros de distancia; de la capital, de los pueblos limítrofes, de las alquerías y cortijos cercanos, de todos los puntos acuden vecinos presurosos a evitar el desastre, pero no se puede hacer nada, todos los intentos por frenar la voracidad implacable de las llamas son en vano.

La selva desaparece, el bosque desaparece, los alerces desaparecen, y Tablada se convierte en una inmensa llanura. Los formidables árboles han quedado reducidos a cenizas, relegados a la memoria del pueblo y a renglones dispersos en libros de cronistas que antaño admiraron su grandeza y hechuras.

Solo uno sobrevive al incendio, un ejemplar alejado del resto, de Tablada y de la selva, que siglos atrás había escapado a la tala de un rodal que la tradición situaba a los pies de la calzada de la Cruz del Campo, cerca del arroyo Tagarete.

Un árbol aislado, solitario, que en una finca cercana a la actual iglesia de San Benito sería seguramente el único que quedaba de esos que según Morgado se esparcían por los “alrededores” de Sevilla, razón por la cual se ganó el cariño y respeto de los vecinos, que lo identificaban como uno de los últimos vestigios de la Híspalis que fortificara Julio César y la Isbilya que cantara Almutamid.

Pero un enemigo mas destructivo e implacable que el propio fuego se cernía sobre el elevado horizonte del anciano Alerce: el progreso. La necesidad de elevar la alcantarilla de las Madejas, que se encontraba en los alrededores del actual cruce de Luis Montoto con Juan Antonio Cabestany, y el ensanche de la Calzada provoca la expropiación y derribo de las huertas y fincas colindantes, quedando el árbol dentro del trazado del nuevo viario.

De nada sirvió la presión vecinal, las protestas, las quejas; en palabras de otro de nuestros historiadores, Félix González de León, “el dueño de la propiedad salió a la defensa por querer conservar la familia de estos árboles. El pleito se siguió con tesón, mas al fin prevaleció el derecho de la ciudad por el aspecto público y recayó sentencia de muerte sobre el anciano Alerce, que se cumplió el 28 de Mayo de 1802, cortándolo y arrancando sus raíces”.

El hacha había terminado el trabajo inconcluso del fuego, los alerces pasaban primero al recuerdo, luego a la tradición, mas tarde a la leyenda, ahora al olvido.

Hoy día tan solo una calle en las inmediaciones del lugar donde se alzaba el viejo árbol conserva en su nombre la huella de su milenaria presencia en la ciudad, esa presencia que dio sombra a romanos, godos, árabes, conquistadores cristianos y aventureros indianos; esa presencia que acabó cuando el hacha y el progreso decidieron que los Alerces solo deberían estar vivos en los recónditos anaqueles de la Historia.

21 de agosto de 2011

Una Torre del Oro en el tejado

Cuando dentro de unos meses Papá Noel llegue desde las frías tierras del Norte con su trineo cargadito de regalos puede tener algún que otro un problemilla al pasar por Albaida del Aljarafe.

Y es que acostumbrado como está el pobre hombre a entrar en las casas por las chimeneas, a ver como se las arregla para hacerlo a través de la Torre del Oro que ha montado este señor en el tejado de su casa.


Una chimenea que podríamos denominar albarrana con casi dos metros de altura que seguramente hará las delicias de los gorrioncillos del vecindario, ya que podrán revivir entre sus almenas los amoríos que el Rey Pedro y doña Aldonza tuvieron a orillas del Guadalquivir.

La filosofía no es mala; si no tienes dinero para comprarte un piso en el Paseo de Colón, fabrícatelo en tu casa. "Do it yourself", que decía el anuncio. Y yo me tengo que creer que Chauvin nació en Francia... seguro….


15 de agosto de 2011

Cuando la Virgen duerme

La mañana del 15 de Agosto la Virgen duerme en Sevilla.

Apenas han despedido las campanas de la Giralda a la Patrona, en dos recoletos rincones de la geografía conventual hispalense es visitada una de las representaciones marianas mas curiosas y desconocidas de la ciudad: la Virgen del Tránsito.

Junto al Pozo Santo y en la calle Cardenal Espínola, donde Santa Rosalía, la Virgen reposa en espera de ascender a los cielos. No muere, simplemente sueña... sonriente, bella; y así lo que en un principio podría resultar una imagen sobrecogedora termina por dejarnos una sensación de calma y tranquilidad.

Dos devociones íntimas que, afortunadamente, aún escapan a la parafernalia y masificación actuales; devociones que, como los viejos conventos que las custodian, beben del barroco sevillano, esa fuente infinita que explica tantas y tantas cosas de nuestro pasado y nuestro presente.



A los pies del Cristo de Dolores, en el Pozo Santo, entre nardos y jazmines, la Virgen del Tránsito yace bajo su dosel dorado.

Está dormida, tapada con ropajes ricamente bordados, con un rosario entre sus manos; cuatro Niños la protegen, cuatro angelitos que la guardan y velan por su descanso, eterno y plácido.

Este descanso da sentido a la advocación, ya que su contemplación debía ser esperanza y sosiego en sus horas postreras para las ancianas acogidas en el Hospital que a mediados del siglo XVII fundaran las madres Marta de Jesús Carrillo y Beatriz Jerónima de la Concepción, cordobesa y sevillana, franciscanas ambas.

Aún hoy, cuando cesan las visitas y cierra sus puertas el templo, las religiosas llevan la Virgen hasta las habitaciones de las mujeres ingresadas que, por su avanzada edad o enfermedad, no pueden acercarse a ella. Y es que el tiempo se detiene en el Hospital cada 15 de Agosto.






No muy lejos, en la calle Cardenal Espínola, antaño de las Capuchinas, antes aún del Naranjuelo, las clarisas han recostado a Señora Asunta en su baldaquino color celeste.

Preside un sencillo altar de hachones y flores blancas donde la Virgen duerme vestida con saya y manto bordados; sus manos, a punto de entrelazarse sobre su pecho; sus ojos cerrados; su cara, en paz.

A Señora Asunta la corona una diadema de rosas igual que a Rosalía, la Santa eremita que da nombre al convento y cuya devoción trajeron a principios del siglo XVIII Sor Josefa de Palafox y otras cinco religiosas desdela lejana Palermo.

Posiblemente en el tránsito de la Santa italiana a los cielos esté el origen de esta advocación, distante con la del Pozo Santo en su finalidad, pero no en una iconografía que rezuma belleza y sosiego a partes iguales.

Dos tradiciones que nos trasladan a otra época, a otras costumbres, a otros valores y que, al menos durante la mañana del 15 de Agosto, consiguen que Sevilla vuelva a ser Eterna.




10 de agosto de 2011

Viva Andalucía Libre

La muerte salió por la Puerta Osario.

Salió en un camión conducido por el odio, rompiendo la tregua de silencio que había concedido la noche, calurosa noche de Agosto, a una ciudad aterrada; en un camión de tristeza, de pesadumbre, de desesperanza, sabiendo que el destino que buscaba no tendría retorno.

Salió en un camión que atravesaba los adoquines de una Sevilla que por todos sus rincones escuchaba los lamentos de madres que nunca más volverían a ver a sus hijos, donde aún crepitaban las vigas calcinadas que una vez aguantaron los templos de San Román o San Roque, una Sevilla en la que ya no quedaban flores ni lágrimas con las que honrar a sus muertos, a todos sus muertos, a los unos y a los otros, a los que descansaban en nichos y a los amontonados en cal viva junto a las tapias del cementerio, porque la brutalidad no entiende de ideas, de razas ni religiones, aunque los animales se escuden en ello para justificar sus asesinatos.


Cuatro hombres dejaban atrás el Cine Jáuregui, a los demás presos y a la vida misma, esa vida que trataba de esquivar los renglones que la muerte escribía cada atardecer en las listas del Soldadito. Esa noche la saca ya estaba hecha.

El odio se abría camino hacia el kilómetro 4 de la carretera de Carmona, a la linde del antiguo huerto de las Clarisas, al sitio de Hernán Cebolla, donde la Gota de Leche, aunque eran gotas de sangre las que iban a derramarse.

Entre los troncos de los olivos, el destino acudía insaciable a su cita; olor a pólvora quemada, una zanja, la luna en el firmamento y dos filas de hombres, frente a frente, cara a cara, vida contra muerte.

Primero se oyeron tres palabras, luego una deflagración. Todo se había consumado, madrugada por testigo, la historia se grababa con letras de fuego y rabia.

Pocos segundos duró el sonido de los fusiles; las tres palabras aún hoy se escuchan, 75 años después, ya que no se perdieron en la oscuridad, ni quedaron sepultadas por el tiempo, ni las extravió el olvido.

Tres palabras que costaron una vida, pero vencieron a la muerte y a la ignorancia, y a la barbarie, y al rencor. Tres palabras de libertad, tres palabras de esperanza, tres palabras de fraternidad. Y que así sea, por los siglos de los siglos.


Viva Andalucía Libre


9 de agosto de 2011

Tertulias de verano

Por edad y vivencias los recuerdos de mi infancia están mas próximos al “barrio de barrios” que a mediados de los 80 dibujaran por sevillanas Cantores de Híspalis que al patio, huerto claro y limonero donde Antonio Machado fijó su Autorretrato.

Y eso que mi barriada quedaba lejos de ese colorido Polígono de San Pablode costumbres populares y corraleras”, pero era solo una distancia física, fácilmente salvable pese a que la Avenida Alcalde Manuel del Valle era todavía un alargado campito de albero, ya que en fondo y forma también yo estaba rodeado de gente güena.

Estamos hablando de otros tiempos, no muy lejanos, pero distintos, en los que el agua que caía de los balcones no venía del desagüe de los aires acondicionados, sino de las gitanillas que se regaban al caer la tarde.

Una Sevilla de barriadas y distritos que aún era joven, a medio camino de la castiza ciudad de corrales y patios heredada de nuestros abuelos y de la actual urbe deshumanizada donde la gente solo se saluda en el ascensor.

Todo era nuevo y a la vez cotidiano. El futuro se escribía sobre el pergamino del pasado, donde cada cual buscaba su sitio adaptando el presente a las costumbres de antaño, y viceversa.

Entre esas costumbres de antaño heredadas de la vieja Sevilla que se resistían a sucumbir a las nuevas maneras que establecía la “modernidad” estaban las tertulias veraniegas que, cuando el calor concedía una tregua, se improvisaban todas las noches a la luz de una farola.

Siempre a la distancia suficiente como para que panarras y salamanquesas no dejaran acercarse a los temibles mosquitos, eran noches de búcaros y abanicos, de olor a jazmín y a sandía recién calada, con el monótono cricri de los grillos como fondo sonoro solo interrumpido por el revoloteo de alguna lechuza errática que se resistía a abandonar los pocos árboles que quedaban de las antiguas huertas donde se había criado.

La tertulia era el foro social del vecindario: cualquier cosa se debatía allí, se tomaban decisiones, se daban consejos, fluían los chismorreos y, sobre todo, se contaban historias.

Al calor de la tertulia, o más bien al fresquito, los mayores, ancianos que por mor del destino habían ido a parar a un barrio de gente joven, hacían posible el regreso de la Tía Tomasa a su torreón de la Macarena, que Evita Perón saludara desde su descapotable por la ronda de Capuchinos, que Bobby Deglané montara otra Operación Clavel en los micrófonos de Radio España, radiaban el último gol de Juanito Arza en un Sánchez Pizjuán eternamente en obras o relataban en petit comité los cuchicheos que recorrían la platea del Teatro San Fernando.

Espectadores pasivos éramos los niños, que después de un día de batallas, escondites, tejes y carreras de chapas aguardábamos en hamacas de playa la llegada de Morfeo para cazar en sueños tortugas por los arroyos de Castilblanco, saborear los pasteles que el hijo de Joaquina vendía en la Campana antes de que la maldita heroína arruinara su vida y familia o escuchar a Manolo el relojero tararear el pasodoble Giralda como cuando marcaba las horas del reloj del Ayuntamiento.


Hoy, salvo raras excepciones, en las noches de verano no quedan tertulias; se perdieron con los nuevos tiempos y sus adelantos y su stress y sus comodidades; se perdieron como las historias que contaban los mayores antes que San Pascual Bailón crujiera sus muebles las tres veces de rigor; como antes se perdieron los corrales de vecinos, con su pozo, su brocal y sus galerías de geranios; como se han perdido tantísimas cosas, entre ellas escuchar a los demás y, sobre todo, tener tiempo para que te escuchen.

3 de agosto de 2011

La Virgen de la Batata

Hace poco más de una semana entraba la Virgen del Carmen en su capillita de la calle Calatrava, poniendo así punto y final a su cita anual con la feligresía de la Alameda y aledaños.

Se cerraba por este año la nómina de procesiones carmelitanas que, prácticamente durante todo el mes de Julio, mantienen viva la devoción por la patrona de los marineros a lo largo y ancho de la geografía hispalense.

Del retablo cerámico que se aferra al último machón del Postigo del Carbón hasta la ojiva que nos recibe al llegar a San Gil, pasando por los Humeros, por la calle Baños, por la Cruz del Campo o por la misma Triana, la huella carmelitana está profundamente arraigada en una ciudad que no tiene mar, pero sí un Río que le dio la vida, esa vida cuya protección encomendaban los pescadores y navegantes que se aventuraban en sus aguas.


Posiblemente una de las imágenes menos conocida con la advocación de la Virgen del Carmen es la que se encuentra en uno de los altares laterales del antiguo convento de San Buenaventura, en la calle Carlos Cañal.

Templo franciscano mutilado y destrozadísimo por los avatares del destino, que ha hecho las veces de cuadra en tiempos de los franceses o de Museo cuando la ciudad se plegaba a los designios liberales en los primeros años 20 del siglo XIX, San Buenaventura guarda en su interior un patrimonio de un valor artístico e histórico incalculable, destacando por supuesto su retablo mayor, joya del barroco traído en los años 50 desde Osuna para sustituir a otro que procedía de la desamortizada Casa Grande de la Merced, hoy día Museo de Bellas Artes.


Menos grandiosidad pero iguales trazas barrocas presenta el altar donde se rinde culto a la Virgen del Carmen que protagoniza esta entrada, un altar labrado junto al muro que selló los arcos aparecidos tras la demolición de una de las 3 naves que conformaban el templo para abrir la actual calle Bilbao, arcos aún visibles desde el exterior.

No se ponen de acuerdo los autores a la hora de atribuir la autoría de la imagen, que para algunos pertenece al círculo de Astorga, de cuya gubia salió su “vecinaVirgen de la Soledad; mientras que para otros es anterior, posiblemente del siglo XVIII, coetánea de la Inmaculada que ocupa su otro flanco. Más antiguo parece ser el Niño Jesús, que posiblemente estuvo antes en brazos de otra talla desaparecida dentro de ese túnel oscuro que es muchas veces la historia.


Donde no cabe duda es en la procedencia de esta Virgen del Carmen, que al parecer se encontraba en una pequeña capilla aledaña al Postigo del Aceite, capilla de la que ya no queda ni rastro, ni siquiera una vaga referencia donde situarla. O al menos yo no la he encontrado.

Se encargaba de rendirle culto una humilde cofradía formada por los hortelanos y pescadores que se ganaban la vida en el mercadillo de diario improvisado desde hacía siglos entre las calles Almirantazgo (antigua plaza de San Andrés) y el ensanche donde se encontraban Dos de Mayo y Arfe; una cofradía que al parecer llegaba a un nivel tal de austeridad que para sufragar sus funciones no tenían mas remedio que rifar las verduras, hortalizas y pescados de sus puestecillos.

Por ese motivo la voz popular, siempre tan predispuesta a la guasa por estos lares, pasó a llamarla “Virgen de la Batata”, tubérculo al parecer erigido en la estrella de estos sorteos comestibles.


Mercadillo del Postigo en 1896, imagen del blog Azahares de Recuerdo


Se celebraba este mercadillo del Postigo al aire libre, como tantos otros que desde la misma Reconquista ocupaban las calles y plazoletas de la ciudad, algunos de los cuales como el de la Alfalfa o El Jueves han llegado casi hasta nuestros días.

Entre el bullicio y la algarabía, en el caos organizado de tenderetes y puestos, bajo el griterío de los pregones o las preguntas de los curiosos, tanto la Pura y Limpia como, posiblemente extramuros, la Virgen del Carmen, veían como ante sus capillas se postraban los pescadores antes de aventurarse en las todavía incontroladas aguas del Guadalquivir en busca de albures y barbos; o los hortelanos que desde la Puerta de Jerez llegaban para vender a la gente del Arenal los frutos de sus terruños; o los trabajadores de la Fábrica de Artillería, o el personal del Colegio de San Miguel, o los maleantes que entre el gentío buscaban el anonimato para cometer sus fechorías.

Veían, en definitiva, como la vida pasaba bajo este viejo Arco que a finales del siglo XIX era, junto al de la Macarena, el único que permanecía en pie de la Sevilla que muchos consideraban eterna.

Tampoco duraría mucho más este mercadillo, ya que por motivos de higiene y de paso para controlar un poco el género y la venta, en 1927 se levantaba en la confluencia de Arfe con Dos de Mayo el Mercado del Postigo según proyecto de Juan Talavera, espacio actualmente destinado a la venta de productos de artesanía y manualidades.

Antes había desaparecido la capillita de la Virgen del Carmen. Seguramente las rifas serían insuficientes y las penurias económicas se convertirían en un obstáculo insalvable para la austera cofradía, que desaparecía en las postrimerías del siglo XIX sin apenas dejar huella alguna.

La Virgen de la Batata se traslada al convento de San Buenaventura, donde encuentra acomodo en uno de los altares labrados en el lado del Evangelio, que como se dijo anteriormente no era sino el muro que cerraba el hueco dejado tras la demolición de una de las naves laterales del templo.

Y allí sigue, hasta nuestros días, tras haber pasado del bullicioso Postigo a las silenciosas paredes del antiguo convento franciscano; de hecho solo en 1982, con motivo de la Semana de Estudios Marianos, abandonó su altarcito barroco para dirigirse por unas horas al Salvador.

Allí sigue, junto a la Soledad, curiosa metáfora de su presente, resistiendo los envites del tiempo, ese juez implacable que relegó a los anaqueles del olvido su capillita del Postigo, su hermandad de hortelanos y pescadores y, si nadie lo remedia, el nombre por el que sus devotos la conocieron durante tantos años: Virgen de la Batata.