2 de marzo de 2014

Un Beso para la Ciudad Dormida

De la ciudad dormida, muy pronto, sólo quedará la noche.
Como liberada de un mágico hechizo, de una ensoñación finita y caduca, Sevilla irá despertando en los días que están por venir poco a poco, muy lentamente, casi sin que nos demos cuenta.
Así, abrirá los ojos clavando sus pupilas en el infinito azul del firmamento; se mirará en el Río como si fuera un espejo de plata; despertará, uno tras otro hasta cinco veces, todos sus sentidos; y, sobre todo, volverá a la Vida

Sevilla, ciudad dormida

Tampoco es que hubiera estado muerta los gélidos meses que ahora quedan atrás. Ni mucho menos. 
Ya lo decía Manuel Ferrand: a Sevilla el frío le sienta de maravilla.
La ciudad se torna durante ese tiempo mustia, silenciosa, quieta; es invadida por una belleza melancólica, como la princesa encantada de un cuento de hadas que espera el beso mágico de un príncipe azul que le devuelva la alegría.
Y ese príncipe azul, ese beso, es la Primavera.

Sevilla en Primavera

Es un beso que entremezcla el olor espontáneo del azahar con el humo bendecido del incienso; un beso que esboza fugaces siluetas de vencejos entre las cornisas de las estrechas calles del barrio de San Vicente; un beso que llena de claveles y gitanillas los maceteros de los balcones de la calle Feria.
Es un beso amarillo albero y ceniza; que suena a racheo acompasado de sandalias de costaleros; que se emociona al escuchar el llanto de una guitarra junto a los muros milenarios del Callejón del Agua
Es un beso pausado, lento, cadencioso, como contagiado de esa Luz que, al llegar el ocaso, trata de ocultarse cada día un poco mas tarde tras las azoteas y tendederos de Triana para no dar paso a las sombras de la noche.

Un beso que, en definitiva, abrirá al Sol un camino entre las nubes y los fríos del invierno para dar sentido a la Vida, para dar sentido al Tiempo y, por supuesto, dar sentido a la Eternidad.
Así fue, así ha sido, y así será siempre en Sevilla
Por los siglos de los siglos.

Turris Fortissima


23 de febrero de 2014

La calle Génova hace 100 años

En la Sevilla de antaño la Avenida de la Constitución, simplemente, no existía. 
Una sucesión de calles, todas diferentes en amplitud, tamaño e incluso orientación, hacían que fuera imposible llegar en línea recta desde el Arquillo del Ayuntamiento hasta la Puerta de Jerez.
Realmente esto no suponía ningún problema: así había sido siempre y así podría seguir siendo incluso hoy. Pero el sevillano, novelero por antonomasia, suele tener un cierto puntillo esnobista que le lleva a imitar las últimas tendencias, lo que se está haciendo en otros lugares, por encima de todas las cosas, a veces incluso de su propia esencia…. 
Y como el último grito urbanístico desde que el tándem Haussman-Napoleón III arrasara el París histórico para construir el prototipo de ciudad moderna eran las grandes Avenidas, Sevilla se subió al carro y proyectó su propia Gran Vía.

Al principio estas aspiraciones eran casi una quimera, etéreos castillos en el aire levantados por ilusos soñadores, pero con el paso de las décadas la idea fue tomando forma y, con el dinero de la Exposición Iberoamericana, al fin pudo llevarse a cabo.
Con la piqueta en plan estelar, se ensanchó donde había que ensanchar, se derribó donde había que derribar, se alineó donde había que alinear… y la Avenida pasó a ser una realidad en una de las transformaciones urbanísticas estelares de la historia de la ciudad.
Eso sí, el precio fue caro: manzanas de casas, el Colegio de Santo Tomás o la antigua Universidad de Santa María quedaron sepultadas bajo la que desde entonces será nueva arteria principal de la ciudad, contándose entre las “víctimas” la protagonista del paseo centenario que recrearemos en esta entrada: la calle Génova.

Avenida de la Constitución
La Avenida en 1922: ha terminado el ensanche
de la calle Génova - Imagen: Génova Café-Bar

2 de febrero de 2014

El Costurero de la Reina y los Jardines de los Montpensier

Al hablar del Costurero de la Reina me gusta imaginar a una muchacha bellísima y delicada, cualquiera diría que nacida en los pinceles del mismísimo Murillo, que asoma enamorada a las almenillas dentadas de este romántico pabellón.
La mirada la tendría perdida en el horizonte, más allá de la Dehesa de Tablada, en ese punto exacto donde el Río se convierte en una simple línea que se funde con el azul infinito del Cielo.
Sus pensamientos están mucho más cerca, a escasos metros, entre las blancas columnas del templete de la Isleta de los Patos, el estanque donde su amado, el rey Alfonso, le juró amor eterno con el canto de los jilgueros que despedían al Sol antes de ocultarse tras los tejados alfareros de Triana por testigo. 

Y es que la belleza atrae a la belleza, eso es incuestionable.
Sólo así se entiende que la voz popular haya convertido a María de las Mercedes, “princesita hermosa” que primero enamoró a los sevillanos, después a un Rey, más tarde a todo un país y finalmente a la Historia, en Reina de un Costurero que parece sacado de un cuento de hadas, aunque en realidad ni siquiera llegó a conocerlo. 

María de las Mercedes
El Costurero de la Reina

19 de enero de 2014

El Día de los Guardainfantes Rotos



En la España del Siglo de Oro, donde el honor y la rectitud moral se contaban entre sus principales valores, tener un hijo ilegítimo podía llegar a ser una deshonra no sólo para la futura madre, sino para la familia al completo.
Por ello cuando llegaba un embarazo no deseado había que hacer todo lo posible por disimularlo, que pasara desapercibido y, una vez la criatura estuviera en el mundo, deshacerse de ella de la forma más discreta posible. 
Así, de la noche a la mañana, muchachas jóvenes que apenas habían empezado a vivir emprendían extraños viajes de los que no regresaban en una larga temporada, contraían enfermedades que durante nueve meses les impedían ver la luz del Sol o, en el mejor de los casos, hacían sus apariciones en público siempre ataviadas con una prenda bastante popular entre las féminas de la época: el guardainfante

Condesa de Monterrey
La condesa de Monterrey posa orgullosa para
Carreño de Miranda luciendo su guardainfante

12 de enero de 2014

La Cruz del Gran Catarro


La plaza de Doña Teresa Henríquez es la niña mimada del barrio de San Vicente.
Como una delicada flor nacida en pleno invierno, a su alrededor todos parecen conjurados para protegerla y preservar su belleza, manteniéndola lo más alejada posible de las leyes de los hombres que, a escasos metros, colapsan calles, oficinas, centros comerciales y lo que se tercie.
Así, los gruesos muros de la iglesia de San Vicente la evaden del mundanal ruido y demás vorágine del afuera, dando forma a una paz tranquila y silenciosa que sólo rompe muy de vez en cuando el tañir de alguna campana marcando las horas o el vuelo furtivo de los vencejos que se adentran calle abajo camino del barrio de San Lorenzo.
Para evitar las inclemencias que puedan venir del cielo está la bóveda verde conformada por las ramas de los naranjos que en dos hileras se alargan por su perímetro, entre las que juguetean los rayos del Sol durante el día para dibujar sombras caprichosas en el suelo de baldosas en espina de pez.
También escapa del tiempo la recoleta plazuela desde hace siglos, bastantes, los que lleva encomendada a un sobrio crucero blanco sobre peana de fuste que le da cierto aire atemporal, ingrávido, se podía decir incluso que la acerca a la Eternidad, aunque realmente esa Cruz recuerde un triste suceso que sacudió la Sevilla del XVI: el Gran Catarro.

Gran Catarro en Sevilla