12 de enero de 2014

La Cruz del Gran Catarro


La plaza de Doña Teresa Henríquez es la niña mimada del barrio de San Vicente.
Como una delicada flor nacida en pleno invierno, a su alrededor todos parecen conjurados para protegerla y preservar su belleza, manteniéndola lo más alejada posible de las leyes de los hombres que, a escasos metros, colapsan calles, oficinas, centros comerciales y lo que se tercie.
Así, los gruesos muros de la iglesia de San Vicente la evaden del mundanal ruido y demás vorágine del afuera, dando forma a una paz tranquila y silenciosa que sólo rompe muy de vez en cuando el tañir de alguna campana marcando las horas o el vuelo furtivo de los vencejos que se adentran calle abajo camino del barrio de San Lorenzo.
Para evitar las inclemencias que puedan venir del cielo está la bóveda verde conformada por las ramas de los naranjos que en dos hileras se alargan por su perímetro, entre las que juguetean los rayos del Sol durante el día para dibujar sombras caprichosas en el suelo de baldosas en espina de pez.
También escapa del tiempo la recoleta plazuela desde hace siglos, bastantes, los que lleva encomendada a un sobrio crucero blanco sobre peana de fuste que le da cierto aire atemporal, ingrávido, se podía decir incluso que la acerca a la Eternidad, aunque realmente esa Cruz recuerde un triste suceso que sacudió la Sevilla del XVI: el Gran Catarro.

Gran Catarro en Sevilla

El Gran Catarro (que algunos también llaman moquillo) hizo estragos en la España de finales del XVI
De origen asiático, tras extenderse por toda Europa entró en la Península por el Norte causando una gran mortandad casi de inmediato.
El propio ReyFelipe II, sufrió las consecuencias de esta gripe maligna, llegando a ser desahuciado de la vida por los médicos de la Corte aunque milagrosamente logró sanar; menos suerte tuvo su regia esposa, Ana de Austria, que fallecía al poco tiempo. 
Meses antes otra ilustre de la época, Santa Teresa de Jesús, se contagiaba en Valladolid y también lograba salvarse, pero las secuelas la acompañarían lastimosamente los dos años escasos que aún le quedaban de vida

Nuestra Señora de Atocha
Basílica de Ntra. Sra. de Atocha en Madrid, cuya Capilla Mayor
mandó construir Felipe II para dar gracias por sanar del Catarro.

Sevilla fue sacudida de forma cruel por en Gran Catarro
Puerto y Puerta de Indias, un hervidero del que continuamente entraban y salían barcos cargados de riquezas y, caso que nos afecta, de hombres, la influenza asiática casi acaba con un tercio de su población.
Así, cuentan que entre 1581 y 1582 casi 12.000 sevillanos perdieron la vida, contándose entre ellos al propio arzobispo Cristóbal de Rojas
De hecho, prácticamente no hubo familia que se librara de enterrar a alguno de sus miembros, quedando algunas collaciones prácticamente desiertas.
Durante unos meses el día a día de la ciudad se frenó en seco: nadie sano quería entrar en Sevilla; nadie sano quería salir de ella.
Había miedo incluso de embarcarse hacia el Nuevo Mundo, ya que no eran pocos los galeones donde se había desatado la epidemia en mitad del océano.

Gran Catarro en Sevilla
Escenas de la Epidemia de Peste de 1649 en Sevilla
Este cuadro se encuentra en el Hospital del Pozo Santo

Para combatir el Gran Catarro la gente se encomendó a lo que buenamente podía y estaba dentro de sus posibilidades. 
Los unos a sus devociones: el 22 de Junio salieron en procesión San Roque, San Sebastián y las Santas Justa y Rufina; antes, el 6 de mayo, la Virgen de las Aguas Santas había hecho lo propio en el Hospital de la Sangre, uno de los puntos donde evidentemente se registraron mas muertes; y la Hiniesta por la feligresía de San Julián.
Al mismo tiempo en la vida cotidiana de los sevillanos se introducían hábitos, costumbres e incluso supersticiones que, en algunos casos, han llegado hasta nuestros días. Una de ellas es la expresión “¡Jesús!”, que empezó a pronunciarse inmediatamente después de cada estornudo para espantar su contagio.

San Roque en el Hospital
San Roque en el Hospital, cuadro de Tintoretto donde se representa
al Santo rodeado de enfermos de la peste bubónica.

Por otro lado estaba la medicina, aún poco desarrollada y siempre desbordada cuando la ciudad padecía este tipo de epidemias, ya que los médicos eran pocos y por desgracia solían contarse siempre entre las primeras víctimas, al estar en contacto directo con los enfermos.
A pesar de todo, el trabajo a destajo de Nicolás Monardes, Francisco de Oropesa, Hidalgo de Agüero o Díez Daza, entre muchos otros, evitó que la tragedia fuera a más y terminara de arruinar la ciudad, como por ejemplo sucedió en Madrid, que según las crónicas quedó prácticamente despoblada.

Marsella durante la epidemia de peste de 1720,
cuadro de Michel Serre

Según parece la influenza asiática comenzaba con fuertes dolores de cabeza, antesala de unas fiebres altísimas que se prolongaban durante horas, incluso días, provocando sucesivamente delirios, convulsiones y, en la mayoría de los casos, la muerte.
Cientos de muertes, miles de muertes, casi doce mil muertes para las que se habilitaron cementerios en las plazoletas aledañas a los templos, es decir, fosas comunes donde los cadáveres eran apilados y tapados de forma inmediata para evitar que el aire propagara sus males.
Uno de estos carneros estaba junto a la iglesia de San Vicente, donde se colocó esta Cruz para perpetuar en el tiempo la memoria de los muertos por el Gran Catarro.

La Cruz del Gran Catarro


Una Cruz de piedra blanca y hechura sencilla que por la cara Oeste representaba una Piedad mientras al Este se dibujaba un Crucificado.
Una Cruz a cuyos pies, décadas más tarde, se situaría una lápida de mármol recordando otra epidemia, más grave y trágica aún que el Gran Catarro, que se llevó a la mitad de los sevillanos: la peste bubónica de 1649.
Y una Cruz que se retiró en 1841 junto al resto de cruces de la ciudad, aunque no desapareció como ese resto ya que alguien tuvo la sensibilidad de trasladarla al interior del templo, justo al lado de la puerta, para que nunca se perdiera su recuerdo.
Allí sigue desde entonces, porque en el corazón de plaza de Doña Teresa Henríquez, esa niña mimada del barrio de San Vicente, se sitúa una réplica exacta fabricada en resina que alguien tuvo el acierto de colocar en 1982.
Gracias a ello la plaza recuperó su memoria, su antigua imagen y, a la vez, conserva en el interior de la iglesia el viejo crucero del siglo XVI, uno de los más antiguos de Sevilla, a salvo de las inclemencias del tiempo.. y de los vándalos.
Actuación eficiente además de lógica, aunque no siempre sucede así: basta dar una vuelta estos días por la calle Adriano, de estreno con la nueva Cruz del Baratillo.

Cruz del Gran Catarro
La nueva Cruz del Baratillo


Un Cruz que rememora la Primera Vuelta al Mundo, aunque también podría recordar la cuarta, y la octava, y la vigésimo-sexta… incluso a Willy Fog, porque de allí ni salió Magallanes ni llegó Elcano, como sí recuerda la Esfera Armilar de la Plaza de Cuba.
Una Cruz que no sustituye, como la de San Vicente, sino duplica a la Cruz del Baratillo, la original, la que se colocó cuando la funesta epidemia de peste de 1649, que sigue coronando a escasos metros la cúpula de la capilla del Baratillo, donde fue subida en el siglo XIX.
Y una Cruz, sobre todo, que ha costado casi 70.000 euros... en los tiempos que corren...

Cruz del Gran Catarro
La original Cruz del Baratillo, en segundo plano, 
coronando la cúpula de la Capilla


1 comentario:

  1. El barrio de San Vicente es mucho barrio ;)

    En cuanto al otro "monumento", sería interesante saber a qué petición responde su colocación, de quién ha partido la peregrina idea y a quién complace.

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