Aquel año todo eran halagos y parabienes.
El espacio reservado a Julio Romero de Torres en las paredes del madrileño Palacio del Retiro, donde una vez más se celebraba la Exposición Nacional de Bellas Artes, era en esta ocasión el más admirado y, sobre todo, aplaudido por los visitantes de la muestra.
Lejos quedaba la edición de 1906, cuando el jurado tachó de inmoral “Vividoras del Amor”, la obra con que el pintor cordobés había concurrido al certamen.
Rechazado y criticado, no tuvo más remedio que exponerla en una modesta galería de la calle de Alcalá junto a la “Nana” de José Bermejo y el “Sátiro” de Antonio Fillol, también defenestrados por los de Bellas Artes.
Dos años habían transcurrido desde entonces; dos años tras los que, gracias en parte a la campaña en su apoyo promovida por Valle Inclán, Manuel Machado y demás contertulios del Nuevo Café de Levante criticando la decisión de los organizadores, el pintor regresaba con fama, respeto y, sobre todo, nombre.
Ni los “Presos” de Luciano Oslé, ni la impresionante “Patria” de González-Pola, ni Zubiaurre, ni Llórens, ni siquiera la “divina ingenuidad” de “Con Rosa”, que valió el galardón de plata para el fresnense Eugenio Hermoso, serán capaces de hacer sombra a los tres cuadros que cuelga Romero de Torres.
Por un lado la belleza desnuda y virginal de Anita López en la “Musa Gitana”, junto a ella el "Amor místico y amor profano" y, sobre todo, uno de los cuadros que más elogios acapara de toda la edición: "Nuestra Señora de Andalucía".
La carga simbólica de este cuadro es impresionante, sobrepasando incluso a la propia intencionalidad del maestro por culpa de una mala jugada que el destino tenía reservada.
Pero vayamos por partes. Dos son los elementos que Julio Romero de Torres conjuga en este lienzo, sus dos grandes pasiones que le acompañarán durante toda su vida y una vez ésta acabe: la mujer y Andalucía.
La “mujer” lo abarca todo, lo domina todo; Andalucía lo llena, es el telón de fondo.
Así, a lo lejos, aparece Córdoba, su tierra, idealizada como en un cuadro renacentista de su admirado Leonardo o del divino Rafael: la torre de la Calahorra, el Puente Romano, el Campo de la Verdad, las lomas de los Visos….
El propio pintor se autorretrata en una esquina inferior, fumando, ajeno, apartado, cediendo el protagonismo, como una firma.
En otro plano aparece la Música, encarnada en su fiel Juanillo el Chocolatero, embozado en una capa española, sombrero cordobés y guitarra en mano.
Pero es la mujer el centro del cuadro, la que encarna los valores de Andalucía, su tierra, su pasión, su vida.
Y así vemos de blanco, en pie, hierática, inmaculada, la “Divinación de la Mujer Andaluza” en palabras del maestro, para la que sirvió de modelo una jovencísima muchacha a la que llamaban María la Sastra.
“La aspiración a la quietud es la aspiración a ser divino”, escribió Valle Inclán al ver la obra. Por ello, María es divina.
A sus pies, de rodillas, una mujer madura de rasgos marcados sostiene su manto con ambas manos: es la Copla, que se persona en la famosa cantaora Carmen Casena, una gitana de la Judería que años mas tarde volverá a posar para don Julio como "Sibila de la Alpujarra".
Y frente a ella, también de rodillas, en actitud reverente, una gitana morena de grandes ojos envuelta en un mantón rojo: es el Baile y ella La Cartulina, un arrebato de pasión y poderío que pese a su juventud ya se había ganado un nombre en los tablaos y cafés cantantes de la época.
El cuadro es un éxito, jurado y público están ahora a los pies de un Julio Romero de Torres que acapara elogios de todo tipo con su “Andalucía” mientras se lleva la Primera Medalla del certamen con la “Musa Gitana”.
Lo de 1906 era ya un mal recuerdo.
Pero poco dura la euforia. Apenas ha empezado a paladear las mieles del triunfo llegan noticias terribles desde Córdoba: La Cartulina, el Baile de Andalucía, ha sido asesinada por su novio, preso de los celos.
Rumores, chismes y habladurías encendieron la mecha, alimentada por algunas sesiones en las que la muchacha había posado como modelo para el maestro; su fama de mujeriego dictó sentencia.
El Destino terminaba con la sangre de La Cartulina los últimos trazos de Nuestra Señora de Andalucía. Trazos terribles, duros, mortales.
Don Julio está horrorizado, aturdido. La muerte de la muchacha le ha impactado tanto que a duras penas logra sobreponerse, refugiándose aún más en la pintura, en el flamenco y en las mujeres.
Por su vida, obra y cama desfilarán una tras otra Elena Pardo, Dora la cordobesita, Elisa la Amarantina y un sinfín de modelos y amantes a las que se cuenta arrancaba un mechón de pelo para rellenar los cojines de su estudio en plan fetiche.
Pero nunca podrá desterrar del pensamiento a La Cartulina y su tragedia.
Como su perro fiel, el galgo Pacheco, la muerte de la bailaora le acompañará el resto de su vida, hasta el final de sus días, cuando, gravemente enfermo, pinte otra de sus obras maestras: Cante Hondo.
Fue a finales de 1929, 22 años después del éxito en la Exposición Nacional. Don Julio es ahora un pintor consagrado, toda una institución en eso del quinto arte que se encuentra en las postrimerías de una azarosa e intensa vida.
No es tiempo de homenajes, ni siquiera de recuerdos; se encuentra enfermo, su final está cerca y donde antes había ilusión ahora solo quedan añoranzas.
La luz ha dado paso a la oscuridad, los colores de su paleta se han ido apagando, el paisaje luminoso y vital es ahora un cielo nublado, plomizo, triste.
Como en la ya lejana “Andalucía”, una mujer domina la escena, la acapara, manda, aunque de forma muy distinta a esa “Divinación” que tuviera la cara y figura de María la Sastra.
Ahora la mujer está desnuda, completamente desnuda, con un mantón de encaje negro resbalando por la espalda mientras sus manos sostienen una guitarra. Es la “Fatalidad”.
Encarnada por la bellísima Asunción Boue, a su alrededor se desarrolla el universo simbólico de Romero de Torres en toda su plenitud: una joven muerta reposa en un ataúd con ribetes azules velado por la propia hija del pintor; una mujer besa apasionadamente a un hombre; su galgo, Pacheco, se recorta en el horizonte dando aullidos lastimeros...
Pero es el primer plano el que nos interesa, cruel y trágico primer plano, donde una muchacha de pelo negro y tez morena yace en el suelo acuchillada por su amante.
Amor, pasión, celos… y muerte…
La Cartulina ha vuelto a la vida para entregarla otra vez a Julio Romero de Torres; quizás para calmar su angustia, quizás para apaciguar su alma, quizás para ser testigo del fin de sus días, unos días que acabaron a primeros de Mayo, poco después de presentar el cuadro, cuando muere en su casa de la Plaza del Potro, en su Córdoba natal, en su Andalucía.
Cuentan que semanas después moría de dolor su última amante, Carmen Serna. Pero ya no había nadie para pintarla.
Imágenes: Wikimedia
Romero de Torres fue Primera Medalla con La Musa Gitana, una de sus obras maestras, excepcional; Eugenio Hermoso fue Segunda Medalla con Rosa, era 1908. Sin duda, la importancia de la Tertulia Café Nuevo Levante donde brillaba Valle Inclán, amigo de ambos, fue determinante. También Eugenio Hermoso sufrió la censura de Eugenio D´Ors por lo que calificaba de erótico y pornográfico de algunas de sus obras más significativas.
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