A pesar de que las fiestas navideñas no están precisamente señaladas en mi almanaque particular, he de reconocer que cada año me resulta mas difícil cuando llegan estas fechas no echar la vista atrás y desandar el camino que me lleva hasta mi niñez, hasta mi infancia, hasta esos días en que esperaba con ilusión la llegada de la Nochebuena o el amanecer del Día de Reyes.
Buena parte de la culpa de esta merma en mi agnosticismo pascual la tienen las nuevas tecnologías; antes recibías un Christmas o como mucho descolgabas sin querer el teléfono a la tita de Talavera que llamaba para felicitarte, pero ahora entre etiquetas de Facebook, emails en cadena, tweets masivos y sms prediseñados (aunque este año han dado un bajón, supongo que será cosa de la crisis), a uno no le queda mas remedio que cumplir para no quedar como un bicho raro, y eso que muchas veces estás felicitando a gente que no sólo no conoces sino que, incluso, dudas que exista.
Así que, entre pitos, flautas y flautines, uno se termina metiendo en las Navidades, sean las de 2010 o las de hace 20 años, que son las que intentaré recordar a lo largo de ésta y las siguientes entradas ya que, al fin y al cabo, son las que he vivido (de forma voluntaria, claro).
Tal y como sucede hoy día, se puede decir que la televisión marcaba los tiempos y tendencias de la blanca Navidad con sus programaciones especiales y, sobre todo, los inevitables anuncios, que a veces duraban más que los propios programas en que se publicitaban.
El pistoletazo de salida solían darlo tras el puente de la Inmaculada las muñecas de Famosa caminito del Portal, ese Rubicón pascual en el que uno empezaba a tomar conciencia de lo que se avecinaba en próximas fechas.
Junto a estas muñecas se abría la caja tonta de Pandora al Baby Feber, que según mi abuela se parecía a Paquirrín (el susto que se llevaría si lo viera ahora) o a la Barbie y su alter ego hispano, la Chabel, integrantes junto a la Nancy del trío de rubias encargadas de hacer competencia a Barriguitas y Nenuco en las cartas de las niñas a los Reyes Magos.
En cuanto a los niños, los reyes indiscutibles del bombardeo comercial eran los clics en sus múltiples modalidades y facetas: piratas, romanos, indios, caballeros medievales... Rara era la casa que no amanecía un 6 de enero con una gran caja azul, en la que se advertía de un precio superior a 5000 pesetas, con un barco, un fuerte Randall, un safari o una granja dentro.
Y eso que sus rivales se esforzaban por ser cada vez más sofisticados y embrutecidos, pero todo era en vano: primero Airgamboys, luego Masters del Universo y más tarde GiJoe, uno a uno iban sucumbiendo año tras año a la dictadura muñequil de Famobil, después Playmobil.
Este fuego a discreción comercial no se quedaba sólo en niños y juguetes, sino que apuntaba incluso al mismísimo núcleo familiar; cosa lógica ya que no había consolas, si acaso ordenadores de casete con pantalla monocromo, y las casas solían tener un único televisor. Por ello los juegos de mesa aún tenían la capacidad de reunir a la familia esas noches en que la programación de los dos canales de TVE no daba para mucho, noches en las que los barriletes de los Juegos Reunidos Geyper y los trucos de Magia Borrás se erigían en protagonistas.
También ayudaba la tele a hacerte mayor antes de tiempo: que querías ligar, tu primera colonia, Chispas, con la niña de los dos moños mirándose al espejo; que ibas de listo, los Nova y derivados: Cheminova, Mineranova, Ceranova, Alfanova; por no olvidar el genial SuperCinexin, con su manivela y su bombillita que cuando se fundía desencadenaba un drama familiar.
Y entre anuncio y anuncio, por supuesto, los programas de televisión, una televisión que se volvía monotemática, que respiraba Navidad por los cuatro costados, que lo mismo llenaba de niños el plató del Un, Dos, Tres que tapaba con un gorro de Papá Noel el flequillo de Jesús Hermida que hacía un paréntesis de dos semanas en la telenovela del momento para traernos a la sobremesa la nostalgia de Viento en los Sauces, los fantasmas del señor Scrooge, las campanillas de Qué Bello es Vivir o la eternidad de Lo que el Viento se Llevó.
Por supuesto, también tenían las Navidades sonido propio, el que ponían los muchos grupos infantiles de la época: Parchís, Regaliz, Enrique y Ana, Colorines; en casa concretamente lo hacía un vinilo de villancicos del Grupo Nins, niños y niñas rubitos, guapísimos, angelicales, vestidos siempre como si fueran a hacer la comunión, de esos que hoy no tendrían cabida en televisión salvo que fueran bastardos de Jesulín o estuvieran metidos en algún fregado barriobajero. De hecho el único integrante de alguno de esos grupos que aún se mantiene en la caja tonta es Enrique del Pozo, y no precisamente por su talento musical.
Y si los Nins ponían la música, el color corría a cargo de las pelambreras de los Electroduendes, de los trajes de Torrebruno, las orejas de Pepe Soplillo o simplemente se quedaban en blanco, el blanco de una Cometa que solía alargar su vuelo hasta el atardecer, casi la misma hora a la que mañana dejarán de gritar en Sálvame Diario. Sí, los tiempos cambian.