30 de julio de 2012

La Reina Sevillana de LolaLand. Parte II

Dejábamos en la primera parte a nuestra Lola Montez triunfando en el Covent Garden londinense con el público, mayoritariamente el masculino, a sus pies. 
Sin embargo ella no está satisfecha, sólo ha conseguido una ínfima parte del primero de sus objetivos, se podría decir que ni siquiera ha arrancado.
Porque la ambición de la joven muchacha de origen irlandés y recién estrenada cuna sevillana no tiene límites ni freno. Es consciente de sus posibilidades, de sus virtudes, de su atractivo y, lo más importante, de sus defectos
Como sus dotes artísticas son escasas ya que apenas sabe bailar, menos aún flamenco, decide sacarle partido al más evidente de sus activos, que no es otro que su inigualable belleza, y poco a poco va introduciendo elementos de corte sensual en su número, que unido a su indudable atracción personal la llevan a arrasar en las tablas. 
Y así crea un baile que será la sensación de la época: la Danza de la Araña, una especie de striptease en el que se va quitando la ropa conforme encuentra pequeñas arañas de goma introducidas previamente en algunas zonas estratégicas de su vestimenta. Todo ello a ritmos flamencos, que para algo había sido discípula del Paquiro
El baile terminaba con la Montez en ropa interior si era cara al público o completamente desnuda cuando se daba en privado, rematando normalmente estas últimas actuaciones con la que dicen era otra de sus habilidades, por no decir la principal: esa que sólo podía darse en la intimidad de la alcoba

Lola Montez y su "Spider Dancer"

Según contaba un escritor de la época, la Montez podía “realizar milagros con los músculos de sus partes privadas. Por ello no es de extrañar que por su cama pase en pocos años lo mas granado de la Europa de mediados del XIX, desde escritores como Alejandro Dumas a músicos de la talla de Franz Liszt o al mismísimo Nicolás I, zar de todas las Rusias
Aunque su más memorable y recordada conquista fue el rey Luis I de Baviera, un simpático sesentón que perderá totalmente la cabeza por la exótica bailarina y, a la postre, el mismo reino
El bonachón monarca, padre de nueve hijos, enferma de mal de amores por la “andaluza de Sevilla”, a la que colma de regalos, nombra condesa de Landsfeld e incluso regala un palacio, generando un monumental enfado entre sus súbditos bávaros, que lo obligan a abdicar a favor de su primogénito Maximiliano en febrero de 1848
Sin trono ni reino, el pobre Luis ya no sirve de mucho a nuestra Lola, que no tiene inconveniente alguno en abandonarlo para buscar un nuevo objetivo que colme su insaciable ambición
Inicia entonces un largo periplo por distintos países de la vieja Europa: primero Suiza, después Inglaterra, Francia, incluso aparece por España, hasta que decide cruzar el charco y probar fortuna en la tierra de las oportunidades, los jóvenes Estados Unidos, una nación donde una persona con su talento e intenciones podría hacer fácilmente fortuna a poco que tuviera algo de suerte. Y de momento ésta nunca le había faltado. 
Lola no se anda con chiquitas, apuesta fuerte de inicio y marcha a California, al salvaje y lejano Oeste, que entonces estaba en plena efervescencia por la fiebre del oro, abriendo un saloon en la pequeña localidad de Grass Valley
Allí depurará su famosa Danza de la Araña y, de paso, entrará en contacto una vez más con las personalidades mas importantes de la región, a los que engatusa para variar y en los que pretende apoyarse para lograr el plan definitivo que colmaría de una vez por todas sus delirios de grandeza: independizar California de los Estados Unidos y llamarla Lolaland
Entonces se proclamaría reina del nuevo estado, otra vez reina, desquitándose la mala experiencia vivida 5 años atrás cuando tuvo que abandonar Baviera y a Luis I, poniendo al fin colofón a todas y cada una de sus aspiraciones

Una de las pocas fotos que nos han llegado
de Lola Montez en 1851, a la edad de 33 años

No hace falta decir que fracasó en su empeño, por ser una locura y porque su estrella dio un inesperado giro. Las cosas empezaron a ir mal para la otrora irresistible “andaluza de Sevilla”, que intenta incluso otra aventura en Australia, pero ahora la suerte le es esquiva. 
Su atractivo físico empieza a diluirse por los efectos de la sífilis y de la vida tan ajetreada que había tenido. Lola busca en las calles de Nueva York su último refugio, intentando en vano sacar provecho a su ahora marchita belleza con un libro llamado “El Secreto del cuidado Personal”, donde proponía remedios caseros para cuidar la estética femenina como cubrir la cara con despojos de ternera fuertemente atados para evitar las arrugas, pero nada sale ya bien. 
Peor aún: todo se va acabando. Las enfermedades hacen mella en su otrora envidiable salud, los antiguos excesos empiezan a pasar factura y esta experiencia como escritora será a la postre una de las últimas oportunidades que tendría de aferrarse a la vida, eso que había exprimido hasta el máximo en sus años de gloria y que se le escapaba definitivamente el 17 de enero de 1861 en una casa de indigentes de Nueva York
Una neumonía había acabado con una de las mujeres más deseadas de la época cuyo cuerpo, curiosamente, nadie reclamaba ahora. 
La bailarina indomable e irresistible era enterrada humildemente en el cementerio de Greenwood tras una sencilla lápida en la que, curiosamente, se leía “Sra. Eliza Gilbert / Muerta el 17 de enero de 1861”
Fruto de la casualidad o en cumplimiento de una última voluntad donde se reflejaba claramente su personalidad, según este epitafio la muerte se había llevado a esa delicada muchacha irlandesa que 20 años atrás recorriera las calles de Sevilla, pero no a Lola Montez
La andaluza del internado parisino, la hija del matador de toros, la estrella del Teatro Real, la bailarina exótica y más sensual de la época, guardiana de los secretos de alcoba de las principales personalidades de Europa, la mujer que hizo a un Rey perder el trono y a un Zar parte de su fortuna, no había fallecido, seguiría viva para siempre, aunque fuera dentro de la historia… y también de la geografía

Lola Montez Lake,
de la página de Panoramio de Ryan Weidert

Así la figura de nuestra Lola inspirará libros, películas, canciones, leyendas, incluso bailes, y, lo más curioso, será recordada eternamente en California, ese estado donde una vez quiso reinar
Y no porque pasara a llamarse Lolaland, esa quimera inalcanzable propia de una mente cuya ambición no conocía límites, sino porque en su honor se bautizó un pequeño lago del Condado de Nevada: el Lola Montez Lake

Ahora, cuando ha pasado más de siglo y medio, desde la distancia en tiempo y espacio, es bonito pensar que las noches en que está despejado, con suerte, quizás se refleje en las aguas del lago la misma luna que podemos ver en el cielo de Sevilla, ese cielo al que, seguramente, pidiera tantos deseos esa bella muchacha irlandesa que quiso aprender flamenco en la academia del Paquiro.

26 de julio de 2012

La Reina sevillana de LolaLand. Parte I


La fama de su belleza se había extendido por todos los rincones de la ciudad como el olor a jazmín por las callejuelas de San Bartolomé una noche de verano. 
Del Prado de Santa Justa a la “rampla” de la Puerta Real, de los huertos del Monasterio de San Jerónimo a los Jardines de San Telmo, los cuatro puntos cardinales de Sevilla celebraban el inusual atractivo de la joven irlandesa que había arribado pocas semanas atrás. 
Decían que era guapa como las diosas de los romanos que de vez en cuando se encontraban en las ruinas de Santiponce, delicada como las flores del Paseo del Cristina, dulce como el canto de los jilgueros que despedían el atardecer entre los árboles de la Huerta del Retiro
Para que podamos hacernos una idea, años mas tarde, con Europa ya rendida a sus pies, escribiría de ella el periodista polaco Antón Slowacki que, salvo los ojos, poseía la mayor parte de las perfecciones que constituyen "el canon ideal de la belleza femenina", las cuales según él eran "tres blancas: la piel, los dientes, las manos, Tres negras: los ojos, las cejas, las pestañas. Tres rosas: los labios, las mejillas, las uñas. Tres largas: el cuerpo, la cabellera, las manos. Tres pequeñas: las orejas, los dientes, la nariz. Tres amplias: los pechos, la frente y el espacio entre las cejas. Tres delgadas: el talle, las manos, los pies. Tres finas: los dedos, los cabellos, la boca.
Como podemos ver en el retrato que le hizo Stieler, su imperfección según el canon de Slowacki era tener los ojos azules, no negros...

Lola Montez en 1847, obra de  Joseph Karl Stieler
Imagen: Wikipedia 
Su nombre real era Maria Dolores Eliza Gilbert, aunque tras casarse en 1837 apenas cumplidos los 19 años con un teniente del Imperio Británico destinado en Calcuta había pasado a ser la señora James
Sin embargo la vida en pareja y los rigores militares no estaban hechos para ella, espíritu inquieto, libre y, por así decirlo, distraído, por lo que un buen día abandona al esposo,  la India y el Imperio, poniendo rumbo a Inglaterra donde decide darle una vuelta de tuerca a su vida y dedicarse a la interpretación, para lo que acude a la academia de Fanny Kelly, una vieja actriz que rápidamente se da cuenta del potencial que atesora la atractiva muchacha. 
Sus ganas de comerse el mundo unido a su espectacular belleza racial, agitanada, bastante alejada de los típicos patrones británicos, encienden la luz en su mentora, que le recomienda marcharse a España para aprender los bailes típicos del país, en especial Andalucía, una región exótica que se había convertido en un icono para los atormentados espíritus románticos de la época. 
María Dolores no lo ve del todo descabellado, de hecho en el internado parisino donde estudió tras la muerte de su padre la apodaban precisamente “la andaluza” por su aspecto físico mas propio de las muchachas nacidas en la ribera del Guadalquivir que en las nubladas orillas del Támesis.  
Y así pone rumbo a Sevilla, donde la encontramos en 1842 dando lecciones de baile en la academia del Paquiro, un matador de toros retirado que compaginaba la instrucción de la tauromaquia con las clases del baile flamenco, que le venía de cuna, gitana de pura cepa. 
Cuentan los chismes que el Paquiro, que se llamaba realmente Andrés Montes, bebía los vientos por la apuesta irlandesa, pero no consiguió nada, salvo que la muchacha cambiara de nombre una vez más, siendo a partir de entonces conocida como Lola Montez en honor a su mentor y a la que desde entonces sería su patria chica
Porque Lola apenas aprende a bailar, ni a cantar, ni siquiera castellano, pero queda tan encandilada por la ciudad que durante el resto de su vida se proclamará sevillana a los cuatro vientos, y no de adopción, sino de cuna, inventándose para ello esta nueva identidad y quitándose de paso algunos años de encima. 

El entorno del Río en la primera mitad del siglo XIX. David Roberts 
Y llegamos así a la noche del 8 de Julio de 1843
El Covent Garden de Londres acoge la representación de El Barbero de Sevilla, el gran éxito de la época, y en los entreactos actuará una desconocida bailarina recién llegada del Teatro Real de Sevilla, Lola Montez. 
El tipo andaluz en toda su pureza”, como la definirán los críticos y entendidos que asisten a su presentación, no es precisamente una virtuosa en lo que al sexto arte se refiere, pero posee una belleza tan extraordinaria y destila un erotismo tal en cada uno de sus movimientos que embruja a todos los asistentes, mayoritariamente del género masculino
El triunfo es arrollador. La Montez fusiona su sensualidad y atractivo innatos con ligeros esbozos de flamenco, algo exótico para el respetable londinense de hace 150 años, que se pone a sus pies.
El sueño de la joven muchachita irlandesa que llegara a Sevilla para aprender a bailar parecía hacerse realidad.

Covent Garden hacia 1850


23 de julio de 2012

El Cactus de Don Pedro Niño

Cuando algo destaca en don Pedro Niño suele hacerlo de forma superlativa
Poco importa que sea una calle estrecha, sinuosa, apenas transitada y de escasa importancia si se compara con otras del entorno: si sobresale, por el motivo que sea, lo hace a lo grande, como si quisiera llamar la atención o reivindicarse. 
Esa tendencia a lo desmesurado ya se advierte al buscar el origen de su propio nombre, no en vano hay tres posibles candidatos a ser el Pedro Niño en cuyo honor se rotuló avanzado el siglo XVII. Subrayo el “candidatos” porque, las cosas de Sevilla, hace décadas que se olvidó exactamente quién fue. 
Un audaz caballero medieval cuya vida parece sacada de una gesta épica; el hermano del arzobispo Fernando Niño de Guevara, inquisidor general que en apenas 3 años juzgó a casi 2000 personas, quemando a 240; y un buen hombre que al parecer vivía por allí a fines del siglo XVI, componen la terna de Pedros Niños aspirantes a nominarla, algo de lo que quizás alguna vez salgamos de dudas. O quizás no, a fin de cuentas hoy en día los nombres de las calles sólo importan si es para cambiarlos. 


Superlativa según parece fue la casa principal del mayorazgo de los condes de Montelirios, que ocupaba casi todo el primer tramo de la calle en su embocadura hacia Lepanto
Bastante importante fue este linaje, al parecer de origen judío, cuyo patriarca, Antonio Aguado Delgado hizo tanta fortuna en las Américas que no tuvo problemas para obtener el título gracias a una real cédula otorgada por Carlos III en 1764
De este palacio de don Pedro Niño donde se instaló la recién ennoblecida familia salieron importantes personalidades que dieron bastante que hablar en la Sevilla de la siguiente centuria, para lo bueno y para lo malo
No en vano un conde Montelirios era alcalde de la ciudad cuando en 1846 Narciso Bonaplata y José María Ybarra plantan el germen de la Feria de Abril, aunque también era del clan Montelirios uno de los afrancesados de mas infausto recuerdo para esta tierra: don Alejandro María Aguado, marqués de las Marismas
Se cuenta que este señor fue participante activo en el saqueo de obras de arte llevado a cabo por las tropas napoleónicas, empezando antes de partir al exilio junto a los derrotados franceses una colección de pinturas que, a su muerte, contaba con casi 400 ejemplares, la mayotía arrancados directamente de las paredes de los templos sevillanos, a las que nunca han regresado. 


A juzgar por las crónicas de la época, también debió ser superlativo el incendio que la noche del 7 de Febrero de 1934 arrasó completamente el antiguo palacio
Llevaban ya un tiempo si estar por allí los Montelirios, que con el cambio de siglo lo habían vendido, teniendo desde entonces usos tan dispares como almacén de la familia Pueyo, Casa del Pueblo o Escuela de Comercio
En ese momento era almacén de maderas, lo cual quizás justifique la magnitud tan exagerada que llegaron a alcanzar las llamas
Y es que fue tan violento el funesto incendio que evacuaron no sólo a los vecinos de don Pedro Niño, sino también a los de Atienza, Lepanto y otras calles aledañas. 
A la mañana siguiente no quedaba nada: el antiguo palacio de los Montelirios había pasado a la historia para más tarde quedar relegado al olvido




Más de 80 años han transcurrido desde entonces. 
Sobre el solar del palacio se levanta ahora un edificio de viviendas, también superlativo por cierto, aunque en lo simple de su arquitectura
Pero no es lo que más llama la atención de don Pedro Niño, o quizás deberíamos decir que no es con lo que ahora llama la atención don Pedro Niño
No si lo comparamos con el enorme cactus que crece en el jardincillo delantero del número 18
Un enorme cactus que entre jazmines y enredaderas se eleva varios metros del suelo volcándose sobre la fachada, como si quisiera entrar dentro de la casa, vetusta casa de estilo dieciochesco que quién sabe si fue testigo de los primeros pasos de los Montelirios, los buenos y los malos. 
Un cactus que trepa, se agranda y se abre espléndido hasta toparse con el frío y gastado cristal del cierro metálico, protector del interior del viejo caserón frente a las intenciones que pudiera tener este capricho de la naturaleza. 
Un cactus que parece pedir auxilio a la vez que asusta por su fiereza, provocando sentimientos encontrados entre la compasión y el temor en todo aquel que la observa. 
Sobre todo cuando al ocaso del día la tenue luz de la luna le confiere un aspecto tétrico, fantasmagórico, de otro tiempo, como si hubiera salido de alguna de las historias que en la niñez nos contaban los mayores para hacer mas llevadera la calor durante las noches de verano.




17 de julio de 2012

En el patio mudéjar del Convento de Santa Isabel



En el patio mudéjar del Convento de Santa Isabel el tiempo parece haberse detenido. 
Al menos es la sensación que queda al pasear bajo las galerías de este viejo claustro que sostienen 12 pilares de ladrillo desde finales del siglo XV, cuando doña Isabel de León, la Farfana, levantara el primitivo convento para las monjas sanjuanistas


El sonido de los vencejos, el frescor de las cintas que crecen en los maceteros, el arrullo de las palomas de la vecina torre de San Marcos, el olor a puchero recién hecho que escapa de la cocina de las filipenses, las flores de geranios y gitanillas de las jardineras del cuerpo superior… todo es efímero y a la vez eterno, la vida está ahí, ante nuestros ojos, pero no fluye, detenida como las manecillas de un reloj olvidado
Un pequeño pedazo de la eternidad donde olvidarse de todo y de todos, como ese funesto incendio que durante unas horas quebró la tranquilidad del Convento hace algunas madrugadas; afortunadamente sólo quedó en un susto, uno más… 


Se agradece que aún queden rincones mágicos como éste, y es que si, como dijo Dostoievski, “la belleza salvará el mundo”, en este recoleto claustro mudéjar tenemos la suerte de escapar de algo mucho peor: la realidad.








11 de julio de 2012

Ni Curro ni Jiménez


“Nunca dejes que la realidad te estropee una buena historia” 
Algo parecido a esta maravillosa frase de Francesc Miralles debía rondar la cabeza de los guionistas de Curro Jiménez cuando en los ya lejanos años 70 comenzaron el rodaje de la serie que estos días repone La2 para deleite de los muchos que caminamos entre la nostalgia y el aburrimiento en estas larguísimas tardes estivales
Y es que cuando uno bucea en la vida del televisivo bandolero como mínimo se sorprende al conocer que ni se escondía con su cuadrilla en la Serranía de Ronda, ni luchaba contra los migueletes, mucho menos contra los franceses y que, para colmo no se llamaba Curro ni se apellidaba Jiménez, ya que su verdadero nombre era Andrés López Muñoz.

Era este Andrés López el hijo del barquero de Cantillana, un oficio ligado al pueblo ribereño desde prácticamente su fundación allá por tiempos de los romanos, que lo bautizaron como Naeva
Las facilidades que ofrecía el Río para ser vadeado en sus inmediaciones habían proporcionado históricamente a Cantillana ciertas ventajas en comparación con otras localidades del entorno, con una economía más volcada en la agricultura
Por su puerto fluvial pasaba la plata de Almadén, el hierro de El Pedroso o el carbón de Villanueva, además de carnes, productos agrícolas, pescado y, por supuesto, viajeros, que eran transportados de una orilla a otra. 
Dos eran las barcazas que tenían licencia municipal para realizar esta actividad en la primera mitad del siglo XIX, perteneciendo una de ellas al padre de nuestro Andrés López, un muchacho de la calle Egido que había nacido en 1819, cuando la Guerra de la Independencia era un mal recuerdo y no quedaba por estas tierras ni rastro de las tropas francesas; sin ir más lejos el propio Napoleón Bonaparte llevaba ya un tiempo desterrado en la isla de Santa Elena, donde morirá en 1821.

El Barquero de Cantillana, de Antonio Sánchez Palma
Fuente: pastoralparroquial.eu
Se cuenta que el joven Andrés quedó huérfano alrededor de 1839, decidiendo continuar con la tradición familiar para lo que solicita la licencia de barquero de su difunto padre, según parece hereditaria, recibiendo una respuesta negativa por parte del Ayuntamiento para su sorpresa.
A partir de entonces los acontecimientos se precipitan, y al descontento por el desplante consistorial se une según unas versiones un lío de faldas, según otras una trifulca, quizás un asesinato… quién sabe si todo a la vez… lo cierto es que la paciencia del joven parece agotarse, se le va la cabeza y comete algún delito de tal gravedad que no tiene mas remedio que escapar de la justicia y echarse al monte.
Eso sí, un "monte" bastante alejado del que podemos ver todas las tardes en La2, porque nuestro incipiente bandolero no escapa a la Serranía de Ronda como en la serie, sino que se queda mucho mas cerca de su Cantillana natal, en las estribaciones de Sierra Morena, ocultándose en un paraje prácticamente inaccesible conocido como Risco Colorao.
Desde allí, y en compañía de otros forajidos que se unen a su causa, el hijo del Barquero asaltará cortijos, diligencias y correos, poniendo en jaque a las autoridades de las comarcas septentrionales de Sevilla y Córdoba
Eso sí, no todo eran atrocidades en la vida del joven Andrés, que también gustaba de cuidar su corazón y su espíritu. Y así, de vez en cuando se dejaba ver por su pueblo para rezarle a la Virgen de la Soledad y, de paso, encontrarse con su enamorada, nada más y nada menos que la hija del Alcalde, ese que lo había empujado al monte.
Los años pasaban, las fechorías se suceden una tras otra y el fuego de los escurridizos bandoleros se cobra víctimas ilustres como los alcaldes de la Algaba o Posadas, pasando a estar la cabeza de Andrés bastante cotizada, aunque parecía imposible atraparlo.
Pero un hecho cambiará el sino de los forajidos: la creación de la Guardia Civil en 1844, que entre sus primeros objetivos pone el punto de mira en la escurridiza partida del Barquero de Cantillana
Los encontronazos no tardan en sucederse, saldándose favorablemente para los hombres de Andrés, pero la Guardia Civil no ceja en su empeño y se topa en 1845 con la partida en las cercanías de Cantillana, teniendo lugar una refriega en la que caen la mayoría de los bandoleros.


El revés tiene pinta de ser irreversible: los tiempos han cambiado bruscamente y la Guardia Civil ha pasado a controlar todos los caminos, colaborando ahora con ellos los campesinos en vez de con los otrora idolatrados forajidos
Pero Andrés no desespera; sus fechorías han ido tan lejos que ya es demasiado tarde pedir el indulto y reinsertarse, por no decir que deponer las armas tenía un único destino: el patíbulo
Por ello trata de formar una nueva partida, se alista incluso en el bando carlista, pero todo es en vano. El cerco se estrecha cada vez más, tanto que no tiene otra escapatoria que refugiarse en zonas rocosas prácticamente inaccesibles, lo que le obliga a prescindir incluso de los caballos, realizando sus últimas acciones a pie, una imagen bastante alejada del halo romántico que suele rodear al bandolerismo
Conscientes de que la victoria estaba ya al alcance de su mano, los mandos de la Guardia Civil destinan una patrulla en exclusiva para acechar a los acorralados bandidos. El teniente Francisco del Castillo, el sargento Francisco Lasso, el guardia Salvador Santipérez y el cabo Juan Sánchez serán los elegidos para acabar con ellos de una vez por todas, lo cual sucederá la mañana del 2 de noviembre de 1849
Cuentan que aún no había acabado de salir el sol cuando un hombre de unos 40 años con una ligera cojera deambulaba entre los escarpados riscos de la serranía, topándose de repente con los Guardias, que no dudan en identificarlo como uno de los miembros de la partida de bandoleros con los que llevaban tanto tiempo luchando. 
Ante tan feliz encuentro, la Guardia Civil invita al desdichado a llevarlos hasta la guarida de sus compañeros, algo imposible de rehusar, y menos en esos tiempos y con esos amigos
Y así el cojo los guía a través de barrancos, senderos y parajes imposibles hasta una zona rocosa donde estaban ocultos Andrés y sus hombres. La suerte estaba definitivamente echada. 
Se sucede una intensa refriega, pero nadie huye, ni los Guardias ni los bandoleros: todos eran conscientes de que se estaba escribiendo el final de esta historia, ganase quién ganase. 
El intercambio de balas es bastante intenso, rápido, trepidante... hasta que una atraviesa la cabeza del hijo del Barquero de Cantillana. Los 3 hombres que lo acompañaban no tardan mucho en caer. 
La historia había concluido, ahora la vida de Andrés quedaba en manos de la leyenda, una leyenda que con el paso de los años le cambiaría el nombre, lo situaría en otra época, con otros enemigos y escondido varios cientos de kilómetros al Sur, pero una leyenda que a fin de cuentas le ha permitido llegar hasta nuestros días. 
Total, nadie es perfecto, ni siquiera Curro Jiménez.

4 de julio de 2012

Después de la batalla...


 


El cielo se desangra sobre el Río de Sevilla
El combate, eterno combate, a punto está de finalizar. Se acerca el ocaso y en el horizonte carmesí se dan la mano lo finito con lo infinito, la vida con la muerte, el día con la noche
Y siempre el mismo testigo: el Río Grande, el Río de Sevilla, por los siglos de los siglos. 
Ese Río que fue escenario de tantas gestas y hazañas, de tanto dolor y llanto
Ese Río en que se reflejaban las llamas de los barcos de Julio César arrasados por el fuego turdetano cuando las páginas de la Historia de la ciudad aún estaban en blanco. 
Ese Río desde el que, en nombre del dios Odín, redujeron a cenizas los violentos hijos del Norte una indefensa ciudad abandonada a su suerte por los recelosos gobernantes omeyas
Ese Río que fue pañuelo de lágrimas cuando un oscuro navío llevaba hacia un exilio del que nunca regresó al Rey Poeta sin otra compañía que su Itimad amada. 
Ese Río de cadenas rotas y escaramuzas con acento cántabro al mando de Ramón Bonifaz que colocaron definitivamente la cruz cristiana sobre el alminar de la gran Mezquita
Ese Río que despedía a buscadores de fortuna y aventureros, a idealistas y desahuciados, sangre y sueños para que latiese un Mundo Nuevo y cambiara el que ya existía. 
Ese Río de corsarios de agua dulce que en la isla de los Humeros esquivaban como buenamente podían la sombra alargada de las mazmorras del castillo de San Jorge



Pero hoy todo ha cambiado: ya no es tiempo de guerras ni de aventuras, ni siquiera es tiempo para soñar
El fragor del combate y el ruido de las armas fueron arrastrados por la brisa de pleamar hacia alguna orilla desierta del olvido

Sólo una batalla se sigue repitiendo día tras día, al caer la tarde: esa batalla en la que el Sol claudica en el horizonte del Aljarafe dejando su cetro en el firmamento a la Luna

Una batalla sin inicio, sin final, sin tregua
Una batalla silenciosa, muda, sólo quebrada por el canto postrero de los jilgueros, heraldos de la victoria del crepúsculo
Una batalla que tiene lugar desde que echaron a andar los tiempos y seguirá hasta su final. 
Una batalla con un único eterno testigo: el Río Grande, el Río de Sevilla.