29 de febrero de 2012

Antes de la Expo: El Cortijo del Alamillo

Aprovechando el Aniversario de la Expo 92 proponemos una serie de retrospectivas por la Sevilla de los años 80, justo antes de que se iniciara la vorágine de obras que cambiaron de forma radical su fisonomía en apenas un lustro.
Seguro que a muchos estas imágenes les servirán para rememorar vivencias y tiempos pasados mientras que para otros supondrán una auténtica novedad, descubriéndoles una ciudad muy diferente a la que hoy vemos.


Para empezar la serie traemos una vista aérea de la zona Norte de Sevilla, concretamente del antiguo cortijo del Alamillo, el edificio encalado que se encuentra rodeado de árboles frutales.
Aún no está edificado el Puente ni la SE-30, la prolongación de la calle Torneo es un alargue de la vías del tren y los modernos bloques que hoy hacen la fachada hacia el Río son naves y almacenes ferroviarios.
Como decían los abuelos, “todo era campo”, hasta que la SE-30 unió Camas con San Lázaro a través de un Puente diseñado por Santiago Calatrava, el del Alamillo, que estos días acaba de cumplir 20 años desde que se inaugurara el 29 de Febrero de 1992.
Un Puente que en realidad son dos, uno sobre el meandro de San Jerónimo y otro sobre el cauce del Río.
De hecho, tal y como vemos en esta infografía que nos trae José Luis Ortiz del Val, ambos llevaban incluso los dos mástiles atirantados, uno inclinado hacia Camas y el otro hacia Sevilla.

Pero los recortes presupuestarios y el escaso tiempo para finalizar la obra antes de la Expo dieron al traste con el proyecto original, realizándose sólo la primera fase, la más cercana a la ciudad, mientras en la otra se quedaba en un puente más convencional.
Una lástima ya que la imagen, de haberse llevado a cabo como estaba previsto, habría sido espectacular.

Imagen: Sevilla, Paisaje Transformado

27 de febrero de 2012

Nuestra Señora de Andalucía

Aquel año todo eran halagos y parabienes.
El espacio reservado a Julio Romero de Torres en las paredes del madrileño Palacio del Retiro, donde una vez más se celebraba la Exposición Nacional de Bellas Artes, era en esta ocasión el más admirado y, sobre todo, aplaudido por los visitantes de la muestra.
Lejos quedaba la edición de 1906, cuando el jurado tachó de inmoralVividoras del Amor”, la obra con que el pintor cordobés había concurrido al certamen.
Rechazado y criticado, no tuvo más remedio que exponerla en una modesta galería de la calle de Alcalá junto a la “Nana” de José Bermejo y el “Sátiro” de Antonio Fillol, también defenestrados por los de Bellas Artes.
Dos años habían transcurrido desde entonces; dos años tras los que, gracias en parte a la campaña en su apoyo promovida por Valle Inclán, Manuel Machado y demás contertulios del Nuevo Café de Levante criticando la decisión de los organizadores, el pintor regresaba con fama, respeto y, sobre todo, nombre.
Ni los “Presos” de Luciano Oslé, ni la impresionante “Patria” de González-Pola, ni Zubiaurre, ni Llórens, ni siquiera la “divina ingenuidad” de “Con Rosa”, que valió el galardón de plata para el fresnense Eugenio Hermoso, serán capaces de hacer sombra a los tres cuadros que cuelga Romero de Torres.
Por un lado la belleza desnuda y virginal de Anita López en la “Musa Gitana”, junto a ella el "Amor místico y amor profano" y, sobre todo, uno de los cuadros que más elogios acapara de toda la edición: "Nuestra Señora de Andalucía".


La carga simbólica de este cuadro es impresionante, sobrepasando incluso a la propia intencionalidad del maestro por culpa de una mala jugada que el destino tenía reservada.
Pero vayamos por partes. Dos son los elementos que Julio Romero de Torres conjuga en este lienzo, sus dos grandes pasiones que le acompañarán durante toda su vida y una vez ésta acabe: la mujer y Andalucía.
La “mujer” lo abarca todo, lo domina todo; Andalucía lo llena, es el telón de fondo.
Así, a lo lejos, aparece Córdoba, su tierra, idealizada como en un cuadro renacentista de su admirado Leonardo o del divino Rafael: la torre de la Calahorra, el Puente Romano, el Campo de la Verdad, las lomas de los Visos….
El propio pintor se autorretrata en una esquina inferior, fumando, ajeno, apartado, cediendo el protagonismo, como una firma.
En otro plano aparece la Música, encarnada en su fiel Juanillo el Chocolatero, embozado en una capa española, sombrero cordobés y guitarra en mano.
Pero es la mujer el centro del cuadro, la que encarna los valores de Andalucía, su tierra, su pasión, su vida.
Y así vemos de blanco, en pie, hierática, inmaculada, la “Divinación de la Mujer Andaluza” en palabras del maestro, para la que sirvió de modelo una jovencísima muchacha a la que llamaban María la Sastra.
La aspiración a la quietud es la aspiración a ser divino”, escribió Valle Inclán al ver la obra. Por ello, María es divina.
A sus pies, de rodillas, una mujer madura de rasgos marcados sostiene su manto con ambas manos: es la Copla, que se persona en la famosa cantaora Carmen Casena, una gitana de la Judería que años mas tarde volverá a posar para don Julio como "Sibila de la Alpujarra".
Y frente a ella, también de rodillas, en actitud reverente, una gitana morena de grandes ojos envuelta en un mantón rojo: es el Baile y ella La Cartulina, un arrebato de pasión y poderío que pese a su juventud ya se había ganado un nombre en los tablaos y cafés cantantes de la época.
El cuadro es un éxito, jurado y público están ahora a los pies de un Julio Romero de Torres que acapara elogios de todo tipo con su “Andalucía” mientras se lleva la Primera Medalla del certamen con la “Musa Gitana”.
Lo de 1906 era ya un mal recuerdo.

Pero poco dura la euforia. Apenas ha empezado a paladear las mieles del triunfo llegan noticias terribles desde Córdoba: La Cartulina, el Baile de Andalucía, ha sido asesinada por su novio, preso de los celos.
Rumores, chismes y habladurías encendieron la mecha, alimentada por algunas sesiones en las que la muchacha había posado como modelo para el maestro; su fama de mujeriego dictó sentencia.
El Destino terminaba con la sangre de La Cartulina los últimos trazos de Nuestra Señora de Andalucía. Trazos terribles, duros, mortales.
Don Julio está horrorizado, aturdido. La muerte de la muchacha le ha impactado tanto que a duras penas logra sobreponerse, refugiándose aún más en la pintura, en el flamenco y en las mujeres.
Por su vida, obra y cama desfilarán una tras otra Elena Pardo, Dora la cordobesita, Elisa la Amarantina y un sinfín de modelos y amantes a las que se cuenta arrancaba un mechón de pelo para rellenar los cojines de su estudio en plan fetiche.
Pero nunca podrá desterrar del pensamiento a La Cartulina y su tragedia.
Como su perro fiel, el galgo Pacheco, la muerte de la bailaora le acompañará el resto de su vida, hasta el final de sus días, cuando, gravemente enfermo, pinte otra de sus obras maestras: Cante Hondo.


Fue a finales de 1929, 22 años después del éxito en la Exposición Nacional. Don Julio es ahora un pintor consagrado, toda una institución en eso del quinto arte que se encuentra en las postrimerías de una azarosa e intensa vida.
No es tiempo de homenajes, ni siquiera de recuerdos; se encuentra enfermo, su final está cerca y donde antes había ilusión ahora solo quedan añoranzas.
La luz ha dado paso a la oscuridad, los colores de su paleta se han ido apagando, el paisaje luminoso y vital es ahora un cielo nublado, plomizo, triste.
Como en la ya lejana “Andalucía”, una mujer domina la escena, la acapara, manda, aunque de forma muy distinta a esa “Divinación” que tuviera la cara y figura de María la Sastra.
Ahora la mujer está desnuda, completamente desnuda, con un mantón de encaje negro resbalando por la espalda mientras sus manos sostienen una guitarra. Es la “Fatalidad”.
Encarnada por la bellísima Asunción Boue, a su alrededor se desarrolla el universo simbólico de Romero de Torres en toda su plenitud: una joven muerta reposa en un ataúd con ribetes azules velado por la propia hija del pintor; una mujer besa apasionadamente a un hombre; su galgo, Pacheco, se recorta en el horizonte dando aullidos lastimeros...
Pero es el primer plano el que nos interesa, cruel y trágico primer plano, donde una muchacha de pelo negro y tez morena yace en el suelo acuchillada por su amante.
Amor, pasión, celos… y muerte
La Cartulina ha vuelto a la vida para entregarla otra vez a Julio Romero de Torres; quizás para calmar su angustia, quizás para apaciguar su alma, quizás para ser testigo del fin de sus días, unos días que acabaron a primeros de Mayo, poco después de presentar el cuadro, cuando muere en su casa de la Plaza del Potro, en su Córdoba natal, en su Andalucía.

Cuentan que semanas después moría de dolor su última amante, Carmen Serna. Pero ya no había nadie para pintarla.


Imágenes: Wikimedia

20 de febrero de 2012

La Huerta del Retiro


Dos eran las Huertas que desde tiempos de los musulmanes ocupaban el espacio comprendido entre los Reales Alcázares y el arroyo Tagarete: la de la Alcoba y la del Retiro.
Patrimonio de la Corona, ambas eran lugares de asueto y esparcimiento con una belleza extraordinaria según los testimonios que nos han llegado de los afortunados que tuvieron la ocasión de disfrutarlas, ya que se encontraban separadas del resto de la ciudad por una muralla.

Exteriores de la ciudad desde la huerta del Retiro,
Emilio Sánchez Perrier
(1879)

La Huerta de la Alcoba recibía su nombre de un lujoso cenador levantado por el rey Felipe IV mediado el siglo XVII.
Mucho antes, cuando aún era Sevilla capital de la poderosa taifa de Almutamid, el lugar era conocido como Mary al Fidda o Pradera de la Plata, donde se cuenta que el rey-poeta conoció a Itimad, una humilde alfarera que recogía en las orillas del arroyo el barro necesario para fabricar sus vasijas.

Huerta de la Alcoba y el Cenador a principios del s.XX.
Fuente: Patronato-alcazarsevilla.es

Los límites de esta huerta discurrían a lo largo de la actual calle San Fernando muriendo a los pies del Tagarete antes de que girara bruscamente en la Puerta de Jerez para desembocar junto a la Torre del Oro.
Con el tiempo la Corona cedió a la ciudad los terrenos necesarios para abrir dicha calle, marcando los nuevos límites de la Huerta con un lienzo de muralla que aún hoy permanece como medianera trasera de los edificios que ocupan la acera de los impares. También se conserva la puerta desde la que se accedía desde el exterior, situada junto al Restaurante Egaña-Oriza.

Por su parte, la Huerta del Retiro era según palabras de Félix González de León un lugar “deliciosísimo y variado” donde “los Reyes tienen una gran recreo y amplitud para pasear sin salir a la calle”.
Abarcaba desde la Puerta de la Carne hasta las inmediaciones de la Plaza de don Juan de Austria, cerrándose su lado de levante, lo que hoy sería Avenida de Menéndez y Pelayo, por una muralla almenada que es representada en el dibujo de las afueras de la Puerta de la Carne que el viajero inglés Richard Ford realizó durante su visita a Sevilla por el año 1830.

Afueras de la Puerta de la Carne,
dibujo de Richard Ford (1830)

Poco tiempo sobreviviría esta muralla a la visita de Richard Ford.
Las autoridades sevillanas, influenciadas por las corrientes higienistas, paisajistas, urbanísticas y sociales que a duras penas se abrían paso en la mentalidad española del siglo XIX, solicitaban en 1849 a una jovencísima Isabel II la cesión de parte de la Huerta del Retiro para alinear visual y espacialmente la Puerta de la Carne con la de San Fernando y, de paso, dotar a la ciudad de un nuevo espacio público.
Pero se hizo de rogar la reina, tanto que no entrega los terrenos hasta 1862, trece años después, tras varias evasivas y pesquisas para con el gobierno hispalenses.
De todas formas la espera merece la pena y, aunque tarde, la ciudad ganaba una zona ajardinada para disfrute público que se antojaba bastante necesaria, no en vano aún no existían el Parque de María Luisa ni los Jardines del Prado.
Para separarla de los Alcázares se levantará un nuevo lienzo de muralla que, salvo su tramo último, es el que todavía hoy podemos contemplar.

Paseo de los Lutos será el nombre popular que reciba en un principio, ya que era un lugar melancólico, tranquilo, alejado del bullicio de la ciudad, donde solían pasear aquellos que habían perdido un ser querido.
Y este nombre tendrá hasta que en los años 20 se transforma radicalmente bajo la dirección del arquitecto Juan Talavera, que define sus calles, arriates, flora y levanta el Monumento a Colón junto con la fuente de Catalina de Ribera, nombre que adoptará el Paseo a partir de ese momento.

Pero retrocedamos de nuevo en el tiempo, concretamente a 1911, año en que tiene lugar otra donación real a la ciudad a costa de la Huerta del Retiro.
La excusa en esta ocasión era establecer una conexión directa entre el barrio de Santa Cruz y la Ronda, siendo ahora el nieto de la ya difunta reina Isabel, Alfonso XIII, el que segregue el tramo entre la Plaza de Alfaro y la de los Refinadores, retranqueando el lienzo de muralla por ese lado hasta sus límites actuales, en la calle Antonio el Bailarín.
Como su abuela, también se hizo de rogar el joven monarca, remontándose la primera petición por parte del Consistorio a 1890, recibiendo entonces una elegante negativa por parte de su madre y regente, María Cristina.
Finalmente, 21 años después, cristalizaba la donación regia inmortalizada por un azulejo bajo tejaroz situado en la calle Nicolás Antonio, también creada gracias a la entrega por parte de su propietario de los terrenos necesarios para su apertura.

A juzgar por la obra de pintores de la época como Emilio Sánchez Perrier, José Villegas o Manuel García y Rodríguez, no debía ser esta parte de la Huerta del Retiro de las más mimadas por los cuidadores de los Alcázares.
Sembrados de hortalizas y frutales descuidados, gallinas asilvestradas, las ruinas de la vieja muralla… el lugar “deliciosísimo y variado” de Félix González de León se nos presenta ahora como un espacio abandonado y baldío.

La Huerta del Retiro, de José Villegas Cordero

Será el mismo Juan Talavera el encargado de transformarlo y darle la imagen que podemos disfrutar en la actualidad.
Para ello varía el esquema longitudinal que utilizara en el Paseo de Catalina de Ribera, creando ahora jardines más tupidos y frondosos interrumpidos por pequeñas plazoletas donde coloca fuentes, bancos alicatados de azulejos trianeros y capiteles procedentes de restos arqueológicos.

Así nace, por ejemplo, la Glorieta de José García Ramos, un bellísimo y recoleto rincón donde se reproducen en cerámica varias de las obras más conocidas de este pintor fallecido pocos años antes de que concluyeran las obras.

Tanta aceptación tuvo el nuevo parque que durante un tiempo fue conocido como Jardines de Talavera, aunque por mucho tiempo ya que en 1917, tras una iniciativa popular encabezada por el periódico “El Liberal”, recibirán el nombre de uno de los vecinos mas ilustres y universales que han tenido Sevilla y el propio barrio de Santa Cruz: Bartolomé Esteban Murillo, nombre con el que, actos vandálicos y dejadez municipal aparte, ha llegado hasta nuestros días.


12 de febrero de 2012

El Puente de Hierro


Sevilla, 6 de abril de 1926.
La ciudad permanece ensimismada dentro de una de las burbujas artificiales que cada cierto tiempo suelen enmascarar sus carencias, desequilibrios y, en definitiva, su realidad.
El gobierno de un cada vez más cuestionado Alfonso XIII hace lo imposible para que el país no termine de contagiarse con la enorme crisis social, económica y política que asola la Europa de entreguerras: pan y circo siempre que se pueda, y si falla… el ejército.
Es tiempo de cafés cantantes, de enamorarse con Rodolfo Valentino y reír con la murga del Regaera, de baile en el Kursaal y lleno en la Maestranza para ver a Belmonte, de estreno de los Álvarez Quintero con camisa de Galán y sombrero de Maquedano, de niños corriendo por calles de albero tras un Sedan Buyck siete asientos, de frontón en Sierpes y football en Patronato y Reina Victoria.

Baile en el Café Novedades - Joaquín Sorolla

El pan lo ponen los preparativos de la Exposición Iberoamericana que, junto a un ramillete de obras públicas que al fin va camino de hacerse realidad, dan empleo a los miles de obreros llegados de pueblos y ciudades vecinas que casi han duplicado la población hispalense en apenas 30 años.
En estas obras adquiere especial protagonismo el Río, que empieza a ser al fin “domesticado”, reactivándose el plan Moliní (previsto desde 1903) mediante el que se pretendía mejorar la navegabilidad haciendo directo el tráfico fluvial hacia el Puerto gracias al Canal de Alfonso XIII, también conocido como Corta de Tablada.
Para completar el plan se construye un puente en la embocadura de la Corta que unirá el nuevo muelle de las Delicias con Tablada: el Puente de Alfonso XIII.

Puente de Hierro en los 80 - Fuente: Planuente.org

Diseñado por José Delgado Brackenbury, será el primer puente levadizo de la historia de Sevilla y el segundo en sortear las aguas del Guadalquivir tras el de Triana.
Toda su estructura se conformaba con perfiles metálicos salvo las pilastras de apoyo, realizadas con fábrica de ladrillo, convirtiéndose en una de las obras de ingeniería mas arriesgadas e importantes de la época.
Puente y Corta se terminan a principios de 1926, pero su inauguración será retrasada unas semanas, las suficientes para hacerlas coincidir con otro hito importante que tendría lugar en estos todavía felices años 20.
Y es que el 22 de enero había despegado del muelle de la Calzadilla, en Palos de la Frontera, el Plus Ultra, un hidroavión de la armada con el reto de realizar por primera vez en la historia un vuelo entre España y América.

Llegada del Plus Ultra a Buenos Aires

Tras varias escalas en Canarias, Cabo Verde o Pernambuco, el avión llegaba el 10 de febrero a Buenos Aires en medio de un recibimiento espectacular por parte del pueblo argentino.
Ramón Franco, Julio Ruíz de Alda, Juan Manuel Durán y Pablo Rada, sus tripulantes, son considerados héroes y en su honor se levanta un monumento en uno de los muelles bonaerenses, inspiran el tango “La Gloria del Águila” al inolvidable Carlos Gardel y a su servicio ponen las autoridades argentinas el crucero Buenos Aires, joya de su flota, para traerlos de vuelta a la madre patria, donde se les espera para que tengan un papel protagonista en la inauguración de las nuevas infraestructuras portuarias sevillanas.

Es el momento que capta esta imagen tomada el 6 de abril de 1926, perteneciente al Archivo de la Base Aérea de Tablada y que hemos tomado del libro Sevilla Ayer y Hoy, de Nicolás Salas (RD Editores).


El crucero Buenos Aires, con los héroes del Plus Ultra a bordo, enfila el tramo final de la Corta de Tablada. Al fondo espera un engalanado puente de Alfonso XIII abierto en sus dos mitades para permitir su entrada a la zona portuaria.
En las márgenes del Río se agolpa el público deseoso de presenciar el histórico acontecimiento. Las autoridades e invitados se sientan en sus tribunas, el resto donde buenamente puede.
El monarca y la plana mayor de su gobierno, general Primo de Rivera incluido, siguen el acto desde el Pabellón Real que se ha situado justo a la entrada del Puente y donde, entre otras conmemoraciones, se hace entrega al embajador argentino de los terrenos donde se ubicará el pabellón de su nación en la futura Exposición Iberoamericana.
Banderolas, vítores, aplausos... todo está saliendo a la perfección: el Buenos Aires inaugura oficialmente la Corta, atraviesa el Puente de Hierro y atraca en el muelle de las Delicias. Sus pasos los siguen lo más granado de la flota española, destacando uno de los seis submarinos modelo Isaac Peral con que contaba la Armada en ese momento. En el cielo, azul y claro cielo sevillano, una exhibición aérea a cargo de los mejores aviadores del Ejército lleva el delirio al personal.

Cerca de 90 años han pasado desde aquel 6 de abril de 1926. Cinco después Alfonso XIII abandona el país camino del exilio, habiendo donado antes el Plus Ultra a la República Argentina. Allí es utilizado como avión correo hasta su jubilación, momento en que pasa a ser expuesto en el Museo "Enrique Udaondo" de Luján, donde aún hoy permanece.

Plus Ultra en el Museo de Luján - Fuente: Wikipedia

Digno final para uno de los iconos de la aviación mundial. Digno y lógico, aunque aquí, en Sevilla, parece que las cosas son diferentes.
Porque si importante fue el vuelo del Plus Ultra para el desarrollo de la aeronáutica, no menos lo fue el Puente de Alfonso XIII para potenciar el Puerto y la economía hispalense. Pero parece que se ha olvidado.
La siguiente gran Exposición que vive la ciudad, en 1992, arrastra con su burbuja el viejo Puente de Hierro y lo sustituye por el de las Delicias, más moderno y funcional.
Comienza entonces su penoso peregrinar por distintos emplazamientos, tanto reales como ficticios, hasta que en 2003 da con sus hierros en la Dársena del Batán, donde se amontona a la espera de que alguien decida darle uso.
Si se decide, claro, ya que las últimas noticias apuntan que en breve será descatalogado o, lo que es lo mismo, perderá la protección que hasta ahora permitía que al menos se respetara su estructura.
Así que, salvo giro inesperado de última hora, el segundo puente más antiguo de Sevilla puede verse reducido oficialmente a un montón de chatarra. Digo oficialmente porque a efectos prácticos ya lo es desde hace más de una década.
Resulta paradójico que una ciudad que dice sentirse orgullosa de su pasado haya construido en apenas 5 años dos cubiertas metálicas para albergar partidos de tenis mientras deja que se oxide una estructura de acero crucial para comprender su historia reciente.
Resulta paradójico que una ciudad que dice sentirse orgullosa de su pasado haya cambiado dos veces de nombre una calle por respeto a la memoria histórica primero y ahora por iniciativa popular, mientras todos olvidan que una parte de su vida languidece en una dársena.
Resulta paradójico… como tantísimas otras cosas de esta ciudad que, según parece, dice sentirse orgullosa de su pasado

Puente de Hierro en la actualidad - Fuente ABC

5 de febrero de 2012

La Niña de la Fuente

Cuenta la leyenda que en un recóndito lugar de la Florida se hallaba una fuente que devolvía la juventud a todo aquel que bebiera de ella.
En su búsqueda partieron exploradores y aventureros del Nuevo Mundo que, más allá de riqueza y fama, anhelaban alcanzar la vida eterna bebiendo de sus aguas, pero siempre fracasaron en su empresa.


En Sevilla hay una Fuente que no devuelve la juventud, ni siquiera cura, pero tiene el don de regresar a la infancia al que sacia la sed en sus aguas.
Una Fuente que nace del regazo de una Niña, una Niña rubia y delgada que, de rodillas, inclina ligeramente la cabeza hacia el cuenco donde se recoge el líquido elemento, como si quisiera contemplar a todo el que bebe.
Y así es; bajo su mirada, una mirada que va camino de cumplir medio siglo, la Niña ha visto pasar a generaciones enteras de sevillanos, y no sevillanos; a padres, a hijos, a abuelos, a gente que, cualquier mañana de cielo azul y sol benigno, quiso perderse entre las palomas del Parque de María Luisa.


La Niña de la Fuente es uno de esos intangibles que marcan las edades de nuestra vida, como la rampla del Salvador, los juegos de mano amparados en la oscuridad cómplice de un cine, las lentejuelas y etiqueta en las fiestas de Fin de Año o los “almuerzos campestres” bajo los pinos del parque del Alamillo.
Porque el paso del tiempo se mide en su regazo, bajo su mirada, junto a su cuenco, ese al que los padres aúpan a su hijo sediento después de corretear detrás de las palomas de la Plaza de América.
Ese cuenco donde años después el mismo niño beberá en cuclillas oprimiendo con una mano el pulsador mientras la otra sujeta el paquetito de arvejones.
Ese donde, ya adolescente, llenará una botella de agua con que refrescar los calurosos atardeceres de estío en las escalinatas del Pabellón Mudéjar en compañía de los amigos o buscando la soledad junto a su pareja.
El mismo cuenco donde, cuando la vida haya rodado en su suficiente medida, aupará a su propio hijo para darle de beber.


Y entonces surgirá la magia, volverán a aflorar sensaciones que se creían olvidadas, que permanecían ocultas desde hacía décadas, desde la niñez, arrinconadas en algún inhóspito estante de la memoria.
Y entonces comprenderá que está pisando el mismo albero donde daba torpes carreras cuando apenas si podía mantener el equilibrio de pie, comprenderá por qué sus ojos brillan con la misma ilusión que cuando era un crío al ver como remontan el vuelo las bandadas de palomas, por qué su mirada ha vuelto a perderse entre los arriates buscando esa florecilla escondida que hasta ese momento nadie había podido encontrar.
Y entonces, solo entonces, comprenderá que ha cerrado un círculo, uno de los muchos círculos que hay que cerrar en la vida, ese que se empezó años atrás cuando bebió por vez primera agua del regazo de la Niña de la Fuente.