27 de noviembre de 2011

Los pastores de la calle Yuste


La calle Yuste es uno de esos lugares de Sevilla que no suele enseñarse nunca.
En su mayor parte ocupada desde hace varios años, demasiados, por un solar abandonado que lo mismo sirve de aparcamiento en superficie a los vecinos como de inmenso lienzo a graffiteros y otros artistas de lo urbano, el entorno es bastante desolador si tenemos en cuenta que los pocos edificios aún en pie se encuentran prácticamente abandonados o en ruinas.



Curiosamente la triste realidad de la calle Yuste podría considerarse una metáfora de su propio pasado y del pasado industrial de la misma ciudad de Sevilla.
Y es que, aunque hoy pueda resultarnos imposible imaginarlo, el silencio que domina cada uno de los rincones de esta calle era roto hace siglos por el ruido de telares, de cientos de telares, de miles de telares que no solo ocupaban la práctica totalidad de edificios de Yuste y alrededores, el llamado Compás de San Clemente, sino que se expandían por la gran mayoría de barrios y collaciones de la ciudad, como San Lorenzo, Omnium Sanctorum o la lejana Santa Lucía.
Telares que empleaban a decenas de miles de personas encargados de manufacturar todo tipo de tejidos, sobre todo de seda, que desde el Guadalquivir eran exportados a las lejanas Indias, a la refinada Italia, a los Países Bajos o se vendían en la legendaria Alcaicería de la Seda, hoy calle Hernando Colón.
Tal fue la importancia que llegó a tener este gremio que contaba incluso con una calle propia, la actual Arte de la Seda, en la que, según un privilegio concedido por el gobierno municipal, estaba expresamente prohibido molestar o estorbar a los trabajadores bajo pena de multa, cárcel o lo que fuera pertinente.


Pero todo se acabó. La buena estrella de Sevilla fue apagándose poco a poco, lentamente, al tiempo que el ruido de los telares se hacía cada vez menos intenso, hasta quedar en silencio.
Sin que apenas se hicieran esfuerzos por evitarlo, en pocas décadas la industria textil desapareció de la ciudad. Miles de telares fueron abandonados, la calle Arte de la Seda quedó vacía e incluso se olvidó su nombre. A nadie parecía importarle, incluso se vería normal, ya que Sevilla se desangraba a todos los niveles, y éste no era sino uno más.
Hubo tímidos intentos por rescatar el viejo arte de la seda, arraigado a la ciudad desde tiempos de los musulmanes, pero fue en vano.
Mientras en otras regiones del Reino se favorecía la implantación y desarrollo de fábricas textiles con leyes que rayaban la obscenidad, flexibilizando aranceles o concentrando el capital, en Sevilla los telares habían desaparecido prácticamente en el siglo XIX. Otras industrias ni siquiera llegaron.
Y así la Revolución Industrial pasó de puntillas por la ciudad, por Andalucía y por gran parte del país, dejando como mucho sucursales de los grandes emporios septentrionales, restos y migajas sobrantes del tributo que el Reino debía pagar para mantener su cohesión.
Quizás por eso cuando la semana pasada escuché las palabras de Francisco Homs, uno de esos politicuchos que intentan desviar la atención de sus fracasadas gestiones lanzando cortinas de humo en dirección contraria, lo que de siempre se ha llamado “hacer la perdiz”, vinieron a mi memoria estas imágenes de la calle Yuste y su triste historia.
Porque… quién sabe donde tuvieron que irse los trabajadores de la seda cuando se cerraron los telares… quizás algunos se emplearan en la agricultura, o se enrolaron en la flota de las Indias, o en el ejército… o se dedicaron al pastoreo.
No sería de extrañar que muchos incluso emigraran al barrio de Gracia para seguir trabajando en el mismo gremio de sus antepasados. Quién lo sabe…
Es lo que tiene buscarse la vida mientras a otros les facilitan una Revolución Industrial, aunque muchos parece haberlo olvidado, como se ha olvidado la calle Yuste.


21 de noviembre de 2011

El hombre de La Campana


No recuerdo cuando fue la primera vez que vi al hombre de La Campana.
Hasta donde llega mi memoria siempre estuvo allí, como el quiosco de Curro o los pasteles de la Confitería; erguido, con la espalda apoyada sobre la pared, peinado hacia atrás, con su gabardina y la vista perdida en un punto lejano e infinito de la calle Sierpes.
Nunca supe de nadie que conociera el motivo de esa espera, eterna espera, paciente espera, infinita espera. Como mucho suposiciones o habladurías, fruto de la imaginación y la curiosidad hacia una figura que, siempre en silencio, se había hecho familiar para todo el que pasaba junto a su esquina, o lo que es lo mismo, para toda Sevilla.
Porque estamos hablando de una época en que La Campana era el centro del Centro, el corazón que bombeaba gente a los cuatro puntos cardinales de una ciudad ahora tan distinta, y a la vez tan parecida
Una época en la que Sierpes aún tenía esas baldosas rojizas y blancas que dibujaban curvas en el suelo a nuestro paso; en la que Tetuán era una calle de aceras estrechas y atascos eternos, sobre todo en el cruce con O’Donell; en la que el Salvador era un inmenso aparcamiento en superficie, como la Alfalfa, Pescadería o Jesús de la Pasión.
Ya lo recuerdo de niño cuando, de la mano de mis abuelos y bajo un cielo nublado por el humo de las chimeneas de los castañeros, marchaba ilusionado camino de Cortilandia o en dirección contraria a buscar entre las tiendas de José Gestoso esa lavandera que colocar a los pies del riachuelo del Portal de Belén.
También estaba años mas tarde, cuando con los chavales del barrio me acercaba al escaparate de Zulategui para soñar despierto junto al Tango Etrusco que ese domingo conduciría Ramón Vázquez por el tapete verde del Ramón Sánchez Pizjuán. Otros harían lo propio por el césped de Heliópolis, claro.
Y seguía cuando, ya en el Instituto, pasaba camino de Las Vegas a invertir en una guerra con marcianitos los 5 duros que me habían sobrado del último estreno del Rialto.
O cuando regresaba de Sevilla Rock buscando a Queen en la lista de discos mas vendidos de la última semana.
No fallaba. siempre estaba allí, ya fuera verano o invierno, hiciera calor o lloviese, apoyado en su esquina, en su pared, en la Campana, con la mirada fija en el horizonte.


Han pasado los años, bastantes, y ahora el hombre de La Campana es anciano y no está en La Campana.
El tiempo, implacable, transitó ante sus ojos de la misma forma que lo hacía la ciudad frente a su esquina, relegándolo al poyete de mármol de uno de los arriates de la Plaza del Duque.
Aún así, canoso, encorvado y torpemente apoyado en un bastón, su mirada sigue fija dirección Sierpes como hace décadas, como siempre.
Quizás ahora, antes de que nunca más vuelva a saberse de él, sea el momento de preguntarle el motivo de su espera, de su eterna espera.
O quizás no, y así poder seguir imaginando su historia y poniendo cara y forma a esa persona que, en algún momento, debería aparecer en el estrecho horizonte de la calle Sierpes, esa persona soñada, esa persona anhelada, esa persona a la que ha merecido estar una vida, toda una vida, esperando.

13 de noviembre de 2011

Pasaje de Valvanera


Hoy visitaremos el Pasaje de Valvanera, en plena calle San Luis, otro de esos rincones escondidos de la ciudad que merece la pena conocer pese a estar alejado del “sota, caballo, rey” que recomiendan las guías turísticas y esos tópicos costumbristas que tanto gustan por estos lares.

Del Pasaje de Valvanera se escribió mucho y variado en su momento, cuando era un referente en la evolución de la arquitectura popular sevillana e incluso europea. En nuestros días, simplemente, parece abandonado a su suerte.
Para que podamos hacernos una idea de la importancia que llegó a tener traigo a estas líneas la palabras escritas por un entusiasmado Aldo Rossi tras su visita a Sevilla en abril de 1975.

Valvanera,...es una casa y una calle, un puente y un camino, el término pasaje “passaggio”, supera la definición topográfica para significar el paso a una nueva arquitectura donde la gente se encuentre y sea libre, donde la realidad sea la base y el objeto de la imaginación. Valvanera podría ser una novela o una película; para mí es uno de los monumentos de Sevilla

Para aquellos que no conozcan la figura de este arquitecto italiano, estamos hablando de un señor que “cambió el curso de la arquitectura y del urbanismo del último tercio del siglo XX”, un señor de cuya obra y pensamiento han bebido los César Pelli, Jurgen Meyer, Zaha Hadid y demás estrellas rutilantes del diseño que a base de iconos van (o iban) a transformar la imagen de esta ciudad cara al siglo XXI.
Un señor que, tras visitar Sevilla y conocer el Alcázar, la Catedral, el archivo de Indias y demás monumentos, quedó prendado de este rincón de la calle San Luis. Cuando menos curioso, más aún viendo que una parte del mismo hoy en día se cae a pedazos literalmente.
Pero dejemos a Aldo Rossi y, sin mas dilación, vayamos por fin al Pasaje de Valvanera, donde nos adentraremos paso a paso en su historia y en su evolución a lo largo de los años hasta llegar a convertirse en ese espacio que décadas atrás cautivara a la práctica totalidad de arquitectos de la época.


Desde la calle San Luis se accede a Valvanera por un postigo similar al que podríamos encontrar en cualquiera de los corrales de vecinos que han llegado hasta nuestros días o que, por suerte o por desgracia, han desaparecido con el paso del tiempo y esa combinación desastrosa que eran la especulación y la ruina.
No en vano, cuando en 1889 se derriba la inmensa bodega que refiere Álvarez Benavides en su recorrido por la calles sevillanas del novecientos, sobre su solar se levanta una casa de vecinos que seguirá el mismo esquema desarrollado en Sevilla desde el ya lejano siglo XVI para resolver el problema de la vivienda colectiva.
Un esquema que básicamente consistía en un patio alrededor del cual se disponían las viviendas en dos plantas de altura. Al conjunto se entraba por este Postigo, junto al que se abría la puerta de acceso a una casa, la casa-tapón, que hacia también las veces de fachada del edificio a la calle.


Hoy esa puerta está sellada porque la casa-tapón se cae a pedazos, como atestiguan los escombros suspendidos de la red que tapa el patinillo de luces al que daban las estancias interiores.


Al Pasaje en sí nos adentramos por una oscura y lúgubre galería, con humedades y olores cuando menos extraños como los escombros atrapados en la red de la casa-tapón, que invitan a aligerar el paso y que la transición hasta la luz, a lo que fue la corrala, sea lo mas rápida posible.


Así, casi obligados por las circunstancias, llegamos al color, a la vida, al patio, donde Valvanera se nos abre a cielo abierto; dos plantas con galerías rodeando el perímetro, comunicadas por pasarelas con barandillas de las que cuelgan macetas, ropa tendida, en las que apoya la bicicleta, la bombona de butano, la jaula con el canario…


Nada nos haría dudar que estamos en una casa patio, en un corral de vecinos, solo que no hay pared para cerrarla ya que el patio sigue, se adentra en las edificaciones colindantes, continúa e incluso gira 90 grados.
Esa es su particularidad, lo que entusiasmó a Aldo Rossi y demás arquitectos, su singularidad, el matiz que lo hace diferente: Valvanera no es un corral ni una calle, y es ambas cosas a la vez.


El maestro de obras Manuel Martín, por el año 1915, derriba la edificación que cerraba el corral y lo amplía con nuevas construcciones, siempre aumentando el patio, como si excavara en la manzana existente.
Se asume lo anterior, se adapta, se amplía y si es necesario se gira 90 grados, siguiendo el mismo esquema. Así en 1930 la casa de vecinos a la que se entraba por el postigo de la calle San Luis se ha conectado con Relator.


Una nueva calle se había construido a base de las ampliaciones de un corral de vecinos, una nueva calle que se había ido haciendo a sí misma, poco a poco, adaptándose a las necesidades del momento.


Hasta ese momento la arquitectura residencial hispalense se cerraba sobre sí misma, ensimismada, buscando la complicidad del silencio, refugiándose en el patio, en la fuente, ocultando con celo su vida interior.
Valvanera rompe con todo: se abre a Relator, a Sevilla, al que quiera visitarla. Será una calle privada y a la vez pública, una calle con balcones que lo mismo se ofrece al que pasea como se cierra en la intimidad de sus vecinos.


Será lo que cada uno quiera ver, una vuelta de tuerca al corral de vecinos, a su evolución, abriendo además las puertas a las futuras barriadas que, en pocos años, comenzarán a construirse en la periferia de la ciudad.
Un hito en la arquitectura popular sevillana que hoy no solo se ha olvidado, sino que incluso en algunos puntos se está cayendo a pedazos.

7 de noviembre de 2011

Entre las piedras del Palacio de los Marqueses de Villanueva


El 17 de Julio de 1718 una inmensa columna de humo parte en dos el horizonte de la Vega del Guadalquivir.
Como un reguero de pólvora, la noticia corre de boca en boca, propagándose por toda la comarca: el Palacio de los Marqueses de Villanueva, desde hacía algún tiempo propiedad de la Casa de Alba, se consume entre las llamas sin que nadie pueda hacer nada para remediarlo.


Villanueva del Río, entonces aún del Camino, es un hervidero: sirvientes, vecinos, viajeros, todos intentan sofocar el incendio, pero los esfuerzos son vanos. Al menos se ha conseguido evitar que el fuego se extienda a la iglesia de Santiago el Mayor, a escasos metros, aunque el temor a un cambio en la dirección del viento hace temer lo peor.


Varias horas dura el incendio, horas eternas, aciagas, tristes. Las riquezas y antigüedades que encerraban los gruesos muros del palacio que don Fadrique Enríquez de Ribera levantara en el siglo XVI tras comprar el pueblo entero a un arruinado Felipe II en cuyo Reino en bancarrota nunca se ponía el sol.
La techumbre se hunde, con sus artesonados y ricas maderas; se consumen para siempre muebles, cuadros, tejidos, carpinterías, joyas…


Del Palacio inexpugnable que controlara la Vega ya solo quedan los muros, lienzos de piedra que encerraban intrigas, secretos y ambiciones ahora reducidas a cenizas.
El bastión de Villanueva ha quedado en ruinas, la temible fortaleza es una simple silueta que se recorta en el horizonte, paredes sin forma ni sentido, sin presente, sin futuro y con un pasado desaparecido entre las llamas.
Desde entonces, trescientos años han pasado ya, en el Palacio de los Marqueses solo se escucha el murmullo del viento cuando acaricia las piedras que quedaron en pie. Así fue; así es.







1 de noviembre de 2011

En el Cementerio de San Fernando


Aprovechando la llegada del mes de Noviembre proponemos un paseo por el Cementerio de San Fernando, posiblemente uno de los lugares mas bellos, encantadores y desconocidos de Sevilla.
Museo al aire libre, jardín lúgubre e inquietante, prácticamente todos los protagonistas del último siglo y medio de vida social hispalense tienen en las calles del camposanto su última morada, con lo que podríamos decir que este paseo también se hace a lo largo de la historia reciente de la ciudad.


Poetas como Rafael Laffon o Gertrudis de Avellaneda, políticos como Diego Martínez Barrios o el Conde del Águila, toreros como Joselito el Gallo. Belmonte o Espartero, religiosos, pintores, arquitectos, músicos, intelectuales, escultores, militares y, por supuesto, gente corriente, anónima para la mayoría, que a fin de cuentas son los que dan vida a esta ciudad de los muertos.


Concebido en pleno Romanticismo, se bendice en 1851 con el fin de centralizar el ramillete de lugares de enterramiento dispersos por los alrededores de la ciudad.
Desde antes incluso de ser construido, en el Cementerio de San Fernando se entremezclan tradiciones y leyendas con su propia historia. Así, se cuenta que los cimientos de muchos sepulcros de la época están fabricados con sillares de la mismísima Puerta de Jerez, que fue trasladada hasta allí una vez demolida.
Quién sabe si las carretas que transportaban esas piedras se cruzaron con el ataúd que llevaba el cuerpo de la bella Amparo hacia su última morada y que inspirara en la cercana Venta de los Gatos al genial Gustavo Adolfo Bécquer.


Y es que es imposible evadirse del aura romántica que rodea todo lo relacionado con el camposanto; imposible e innecesario, ¿para qué?. Esculturas, tumbas y mausoleos de todos los estilos arquitectónicos, a los que el paso del tiempo y, por qué no decirlo, el mismo abandono, han dado un sello inconfundible, atrapan al visitante en una rara mezcolanza de sensaciones donde el morbo, el interés y la curiosidad se reparten los papeles de ese hechizo a partes iguales.
Un hechizo que comienza antes incluso de franquear la puerta de entrada, con el camino empedrado en el que aún se dibujan los raíles del tranvía número 13, un bonito detalle que tuvo alguien hacia los supersticiosos.


Tras un cancel de forja solo interrumpido con pilastras de fábrica coronadas por jarrones metálicos cubiertos en señal de luto, llegamos a una plazuela semicircular en la que nos recibe un retablo de la Soledad de San Lorenzo a cuyos pies reposan decenas de coronas de flores depositadas por los familiares de los difuntos.
“… Y después de este destierro muéstranos a Jesús”


Es el inicio, la antesala de ese mundo de los muertos, silencioso, eterno, que se nos abre tras otro cancel que da paso a la avenida principal del Cementerio, la calle de la Fe, a cuyo fondo se divisa entre los cipreses el promontorio donde se alza el magnífico Cristo de las Mieles, obra en bronce del escultor Antonio Susillo, que descansa eternamente a sus pies, esos que cincelara al contrario y que, según la leyenda, precipitaron su locura y posterior suicidio.


Una leyenda, una más, como quizás lo sea el reguero de miel que según dicen se derramaba una mañana por el pecho del Cristo y cuyo origen estaba en el panal que unas abejas habían fabricado dentro de su boca. De ahí su nombre.


Como vemos, el arte se une continuamente a la tradición y a la historia; y claro, si se ha de hablar de estas tres materias, estamos obligados a detenernos en el panteón mas imponente y hermoso del Cementerio, el Mausoleo de Joselito el Gallo.
Obra cumbre del valenciano Mariano Benlliure, su contenido iconográfico es sencillamente espectacular.


Realizado en bronce, un cortejo de familiares y amigos portan a hombros al finado diestro, cincelado en mármol blanco de Carrara. Consternados, afligidos, huérfanos, su hermano Rafael, el Divino Calvo, su cuñado Ignacio Sánchez Mejías o Eduardo Miura, entre otros, lloran porque, como dijo Guerrita, "se habían acabado los toros".


Abriendo el grupo una gitanilla, María, porta en sus manos una miniatura de la Esperanza Macarena, Virgen que se vistió de luto en señal de duelo cuando “Bailaor” sesgó la vida del torero de una certera cornada en el vientre. Ya lo dijo la bulería:

En Madrid murió Granero,
en Sevilla Valerito,
y en Talavera la Reina
mató un toro a Joselito.

Curiosamente estos tres jóvenes diestros fueron amigos en vida, curiosamente recibieron la alternativa de manos de Rafael el Gallo y, curiosamente, murieron en el ruedo en un intervalo de dos años. El destino….


Quizás también quiso el destino que fuera a morir a París Diego Martínez Barrio, último presidente de la República, enterrado en un jardincillo situado en la esquina opuesta al panteón donde descansan los soldados del bando nacional muertos durante la Guerra Civil.
Éstos a la izquierda de la calle de la Fe, don Diego a la derecha. Ya lo dijo Jorge Manrique, “y llegados, son iguales los que viven por sus manos y los ricos”.


La tumba de don Diego, sencilla, de mármol blanco, únicamente adornada por cintas con los colores de la bandera republicana, recibe al mediodía la sombra proyectada por el túmulo de Bernardo Márquez, un héroe de la Guerra de la Independencia que, según se cuenta, fue ahorcado años después en la Plaza de San Francisco por levantarse contra el absolutismo de Fernando VII.
Sucedieron estos hechos en 1832, mucho antes de que se construyera el Cementerio, pero el pueblo sevillano, en agradecimiento, recogió sus restos y los trasladó al camposanto para su descanso eterno 20 años después.


Algo parecido pasó con el Conde del Águila, alcalde cuando la invasión napoleónica que, acusado de simpatizar con el bando francés, fue muerto a golpes en la Puerta de Triana durante un levantamiento popular al grito de “muera el afrancesado”.
Eso fue en 1808. Años después su memoria se limpió y el mismo pueblo que lo había linchado reconoció su error, trasladando sus restos en 1852 al cementerio donde, posiblemente, descansaban muchos de los que habían participado en su muerte. Sevilla se reconciliaba así con su alcalde a la sombra de los cipreses.


Justo al lado, una esbelta cruz se recorta en el horizonte señalando el mausoleo que acoge a los difuntos de la familia Pickman; cerca, la tumba de los Avellaneda, desde donde se divisa la columna truncada que es póstumo homenaje del Espartero, el torero mas famoso del siglo XIX que traía locas a las mocitas de la Alfalfa.



Frente por frente otro genio del arte de Cúchares, Juan Belmonte, el Pasmo de Triana, tras cuya lápida asoma un mar de cruces encaladas entre las que emerge la figura del Niño Ricardo, guitarrista de renombre, el mismo renombre que tuvo en su época el pintor José Villegas o el arquitecto Aníbal González, con su réplica perfecta del Cachorro….


Y así podríamos llevarnos todo el tiempo del mundo, dando saltos entre las calles empedradas del cementerio, buscando personajes a la sombra de los cipreses, entre los mausoleos, buceando en las distintas épocas, en sus sucesos, sus aconteceres.
Porque hay muchas más, muchísimas más historias ocultas en el Cementerio de San Fernando, tantas como cada una de las personas que allí están enterradas o lo han estado, tantas que sería imposible reflejar sus recuerdos en una única entrada, en un blog o en un libro.
Al fin y al cabo, eso es precisamente un Cementerio, un lugar para recordar.