26 de septiembre de 2011

La Casa del Rey Moro


Hoy visitamos, gracias a la amabilidad de la
Fundación Blas Infante que nos abrió de par en par sus puertas para realizar este reportaje, la Casa del Rey Moro, considerado el edificio residencial mas antiguo de Sevilla, con permiso del 17 de la calle Argote de Molina.


Mediada la calle Sol, cerca de lo que antiguamente fue iglesia de Santa Lucía (en estos momentos habría que preguntarle su uso al político de turno), se encuentra este inmueble del que se tienen noticias desde mediados del siglo XIII.

Y es que para encontrar los orígenes de esta Casa habría que remontarse a los años inmediatamente posteriores a la Reconquista de Sevilla por las tropas de Fernando III de Castilla, cuyo hijo y sucesor, Alfonso X, emprende en 1262 la conquista del Reino de Niebla, junto al de Granada la última taifa superviviente de lo que siglos atrás había sido la floreciente Al-Andalus.

Más de nueve meses duró el asedio a la ciudad onubense; nueve largos meses en los que, entre otras delicadezas, fue usada por primera vez en Occidente la pólvora con fines bélicos; nueve meses de penurias y sufrimientos hasta que al fin Aben Mafod, señor de los iliplenses, comprende que la suerte, su suerte, está echada, sobre todo cuando los únicos que podrían apoyarle en la defensa de su reino, los nazaríes granadinos, se habían aliado con las huestes castellanas.

Así pacta la rendición con el Rey Sabio, que como contraprestación concede a él y sus herederos varias posesiones en la ciudad de Sevilla, entre las que destacaban una vieja residencia palatina cercana al arrabal de San Bernardo que a partir de entonces se conocerá como Huerta del Rey, los actuales jardines de la Buhayra.


Entre otras heredades, también cede el monarca castellano al destronado señor de Niebla unos solares en la collación de Santa Lucía, una de las menos pobladas de la ciudad, cerca de la zona en que se habían establecido los caballeros de la Orden de Alcántara tras la reconquista.

En esos solares crea Aben Mafod un bellísimo y afamado huerto donde los escasos alarifes y maestros de obras musulmanes que aún quedaban en la ciudad levantarán una Casa que, con el paso de los años, se convertirá en uno de los referentes de la arquitectura mudéjar hispalense.


Una Casa que, por suerte, aún podemos admirar, aunque bastante alterada respecto a la construcción original, ya que durante sus setecientos años largos de existencia, como es normal, ha sufrido numerosas reformas y contado con diferentes usos, siendo principalmente recordada como corral de vecinos.


En la Casa del Rey Moro sería un error buscar la fastuosidad y grandeza de los Salones del Alcázar o la belleza que encierran los palacios nazaríes de la Alhambra; aquí lo recomendable es dejarse llevar por todo el universo de pequeños detalles perfectamente cuidados por la Fundación Blas Infante que dan atractivo y singularidad al edificio.

Detalles que se aprecian nada mas entrar en el amplio y oscuro vestíbulo cuyo único punto de luz lo marca, al fondo, un elegante cancel de forja que deja paso al patio.


Antes hemos dejado atrás una fachada de ladrillo encalado junto a la que se abre un arquillo donde se enmarca un callejón sin salida, recuerdo de la antigua entrada al huerto que aún se encuentra a sus espaldas (de aquella manera).


En el interior, como no podía ser de otra forma, todo gravita alrededor del patio, un patio cuadrangular al que se abren las dos plantas con las que cuenta la Casa.


Y lo dicho, detalles, muchos detalles: el pozo incrustado en una hornacina, los cuadros con motivos flamencos ofreciendo múltiples perspectivas y secuencias, las macetas dando color y vida a los monótonos tonos ocres de las baldosas cerámicas, la cuidada carpintería de puertas y ventanas, el elegante artesonado de madera atirantado que cubre el antiguo salón de la Casa, hoy sala de reuniones


Pero si hay algo curioso y llamativo dentro de todo lo que nos ha legado el paso del tiempo en la Casa del Rey Moro son las columnas cerámicas que sostienen los arcos del patio, arcos que por cierto son desiguales, aumentando de diámetro cuando se encuentran delante de las puertas para que adquieran realce.


En su mayoría estas pilastras tienen base octogonal, detalle ya de por sí curioso, pero hay dos que llaman especialmente la atención por su forma helicoidal, marcando una espiral alrededor de la línea de carga.


Según podemos ver en un dibujo de Joaquín Guichot donde se representa este patio a finales del siglo XIX, toda la planta alta estuvo rodeada por estas curiosas columnas que, por necesidades de los sucesivos inquilinos del inmueble, vieron su número reducido a estas dos.


Seguramente sean de las escasas piezas de la decoración original que aún quedan de esas “hermosas labores arabescas” que viera Félix González de León a mediados del siglo XIX, cuando el edificio era una tienda.

Aunque, seamos justos, valorando la Casa del Rey Moro en su conjunto no cabe duda de que estamos ante un digno guardián de la memoria de Sevilla, una ciudad que, tantísimas veces, peca y ha pecado de desmemoria.



18 de septiembre de 2011

El Corral del Coliseo


A mitad de la
calle Alcázares, entre la estrechez y el silencio de Santa Ángela de la Cruz y la amplitud y algarabía de la Encarnación, se encuentra unos de los edificios con más historia de Sevilla: el Corral del Coliseo.


Tras una fachada sencilla, de corte dieciochesco, ennoblecida por el escudo de armas cincelado en piedra del marqués de Torrenueva, antiguo dueño del lugar, se oculta esta joya de la arquitectura popular sevillana, tan denostada y maltratada en su momento, hoy, con justicia, puesta en valor.


En esta entrada propongo un paseo a través del presente primero y del pasado después, de este edificio que seguramente traerá a la memoria de muchos recuerdos y vivencias de un tiempo que, para bien o para mal, ya nunca volverá.

Nada mas entrar a la larga y espaciosa galería que da acceso al edificio, solo interrumpida por los arcos de medio punto que soportan la estructura, un haz de luz dirige nuestra la atención hacia su tramo final, donde muere el sendero de losas de tarifa que conforma el suelo y se abre a nuestros sentidos el patio, corazón y sentido del corral.


La imagen que tenemos ante nosotros es, cuando menos, sugerente: una pila, un pozo, un inmenso naranjo, hileras de geranios y gitanillas agarradas a las barandas; tanto que uno puede dejar volar la imaginación y retroceder en el tiempo a la Sevilla costumbrista y pintoresca donde pusieron escenario a sus obras los hermanos Álvarez Quintero.

Cerrando el patio, cuatro paredes encaladas en las que se dibujan las puertas de los apartamentos de planta baja y de las que, ya en los dos pisos superiores, emergen estrechas galerías soportadas por forjados de madera y esbeltas pilastras pintadas en verde, todo ello rodeando el perímetro del espacio.


Cubierta de teja árabe, faroles empotrados en las paredes, persianas de esparto… todo parece cuidado al detalle, de hecho cualquiera podría pensar que estamos en el decorado olvidado de alguna película de hace cien años… o doscientos… o mil

Y es que, sin duda alguna, el Corral del Coliseo es un viaje al pasado que merece la pena vivir, aunque solo sea durante unos minutos.




Pero si interesante es el presente del Coliseo, de apasionante podríamos catalogar su pasado.

Y es que sería imposible sospechar que nos encontramos en el lugar que ocupara uno de los teatros o corrales de comedias mas importantes de la Sevilla del Siglo de Oro, junto al de Doña Elvira y el de la Montería.

Así, los primeros datos que tenemos del Coliseo se remontan al siglo XVII, cuando se demuele el corral de los Alcaldes para levantar un teatro donde representar comedias, lo que en Italia se venía llamando “colosseo”, voz dará nombre al lugar primero y mas tarde a la misma calle.


Se cuenta que ese Coliseo era el mejor en su estilo de toda Sevilla, quizás de España, teniendo todos los lujos y adelantos que podía proporcionar la época, pero su vida duró poco, ya que en 1620 ardía mientras se interpretaba la obra de ClaramonteEl gran rey de los desiertos San Onofre”.

Seis veces más se levantó el Coliseo, y otras tantas ardió. El infortunio parecía marcar el sino del edificio, hasta que en 1675 adquiere el solar, aún humeante desde el último incendio, doña Laura de Herrera, propietaria del teatro rival de la Montería.

La empresaria y sus herederos reedifican el corral, lo preparan, lo dotan de todas las comodidades y adelantos posibles…. pero encuentran un nuevo obstáculo.

Lo que no habían conseguido las llamas lo pudo un grupo de intelectuales sevillanos entre los que se encontraba don Miguel de Mañara, que con la creencia de que era del desagrado de Dios hacer representaciones escénicas en Sevilla logran interrumpir las funciones teatrales.

Sin embargo una vez mas el Coliseo supera las adversidades y al poco tiempo, una vez muerto Mañara, las funciones vuelven a las tablas. Sería la última.

El destino suele ser caprichoso, y el Coliseo parecía no ser de su agrado. Así en 1691 arde el corral de la Montería como funesto anticipo de lo que estaba por venir, ya que un año después, durante una representación teatral, corre entre el público una falsa alarma de incendio. Dados los antecedentes, los espectadores son presa del pánico y en la estampida para escapar del lugar son varios los muertos y múltiples los heridos.

No hubo mas oportunidades para el Corral de Comedias, gafado de forma superlativa, que es derribado entrando el siglo XVIII, levantándose el actual edificio en 1731 ya como casa de vecinos, uso que ha mantenido hasta nuestros días sin incendios importantes y con las reformas y rehabilitaciones pertinentes.



Para su tranquilidad, si después de haber leído la convulsa y chamuscada historia del Coliseo tiene algún temor a la hora de visitarlo, le comento que el edificio se encuentra Asegurado de Incendios. O al menos eso pone en la placa situada junto a la puerta.


Eso sí, viendo los antecedentes del edificio, no creo que salga barato ese seguro

13 de septiembre de 2011

Una Necrópolis romana en la Carretera de Carmona


Cuando paseando por la carretera de Carmona uno se topa con una Necrópolis romana de casi 2000 años de antigüedad en el patio comunitario de un bloque de pisos, básicamente puede tener dos reacciones: alucinar o tomarse las cosas con naturalidad. O pasar del tema, claro.

Yo pertenecería al primer grupo, el de esos que, afortunadamente, nunca dejan de sorprenderse con los pequeños detalles que Sevilla suele mantener ocultos para que, todo aquel que lo desee, pueda ir descubriendo poco a poco.


Los restos de esta Necrópolis, que salieron a la luz hace pocos años con los trabajos de cimentación del edificio, pertenecen a una de las zonas funerarias mas importantes de la Sevilla romana, zona en la que incluso cuenta la tradición podría estar enterrada Santa Rufina, una de las patronas de la ciudad.

Para entender esta ubicación a los mismos pies de la iglesia de la Trinidad, una zona bastante alejada de los lugares que hoy día solemos asociar con Híspalis, habría que comenzar rebuscando en la compleja legislación romana, donde se daba al mundo de los muertos casi tanta importancia como al de los vivos, regulando la relación entre ambos de la misma forma que lo hacía con cualquier otro aspecto cotidiano.

Entre las muchas normativas que establecían los vínculos con el más allá, una de ellas prohibía la localización de tumbas en el interior de las ciudades, por lo que solían ubicarse fuera de las murallas, normalmente a lo largo de las calzadas de acceso, diferenciándose de esta forma las zonas de los vivos y de los muertos.

Por otro lado, teniendo en cuenta que esas leyes establecían que una vez cubierto de tierra el finado y conformado su túmulo, éste se convertía en un espacio inviolable, estando duramente penada su profanación, conforme iba aumentando la población y hacerlo, como es lógico, en la misma proporción los fallecimientos, los recintos funerarios se hacían cada vez más y más grandes, llegando en algunos casos a rodear completamente las ciudades del mismo modo que hoy lo hacen las rondas de circunvalación. Algo parecido es lo que sucedió en la Híspalis Imperial.


Una de las
puertas de la ciudad que, según la leyenda, fortificó Julio César, se encontraba en los alrededores de Santa Catalina, esa iglesia milagrosa que se cae o no se cae dependiendo de la dirección en que sople el viento.

Desde allí partían dos calzadas, una que por la actual calle Sol seguía por la carretera de Carmona hasta enlazar con la Vía Augusta, que unía la capital con Carmona y Écija; mientras la otra discurría por la actual calle San Luis para, enfilando la avenida Sánchez Pizjuán, dar comienzo a la Ruta de la Plata.

A lo largo de estas calzadas se dispusieron zonas de enterramientos, primero diseminadas entre las huertas y fincas de recreo que por allí se esparcían, aunque conforme Híspalis crecía y los hispalenses morían los túmulos y mausoleos se hacían más y más numerosos.

Tanto que llegaron tumbas hasta la Fuente del Arzobispo, cerca de donde hoy está el Polígono Calonge, por lo que podría decirse que la ciudad de los muertos casi llegó a duplicar en longitud a la de los vivos.

Lo mismo pasó hacia el Sur, con los enterramientos encontrados en la Avenida de Roma; o hacia el Oeste, solo que las crecidas del río y el continuo peligro de inundación que amenazaba la laguna que se encontraba en la Alameda de Hércules seguramente harían desaconsejable la ubicación de la ciudad de los difuntos a lo largo de la vía que, desde la puerta que se encontraba en la zona de la Campana, unía Híspalis con el Aljarafe a través de la actual calle Alfonso XII.

En este contexto, por tanto, se crea esta Necrópolis de la Trinidad, cuya imagen aproximada según los restos arqueológicos aparecidos podemos imaginar gracias a uno de los paneles explicativos que se exponen en el patio del edificio.


La Necrópolis se mantiene en uso durante la dominación visigoda, posiblemente al amparo de una tradición según la cual en ese lugar estaba enterrada Santa Rufina, una de las dos hermanas alfareras martirizadas durante el mandato de Diogeniano, en el siglo III.

De hecho los sillares que asoman junto a la rampa de acceso al garaje, cercenados drásticamente por la medianera del edificio colindante, se creen que pueden ser parte de una basílica paleocristiana dedicada a esta Santa.


No son los únicos restos encontrados, ya que se llegaron a estudiar mas de 150 enterramientos de diversas épocas y culturas, aunque hoy solo podemos ver in situ un enorme monumento funerario que, como se explica en los paneles informativos, debió ser levantado en honor de algún personaje importante de la Híspalis Imperial.


A modo de epílogo, comentar que el lugar fue abandonado en tiempos de los musulmanes, hasta que Fernando III lo cede a los trinitarios calzados una vez reconquistada la ciudad.

Desde entonces son muchos los usos que ha venido teniendo el solar, desde huertas para los monjes pasando nuevamente a ser cementerio del vecindario en el siglo XVIII, hasta el último antes de que se levantaran los bloques de pisos que hoy vemos: un concesionario de coches que dejó al descubierto la Necrópolis cuando fue derribado.

Una Necrópolis que no es precisamente el Coliseo romano, pero tampoco está de más visitarla, aunque sea por curiosidad.

Al fin y al cabo no siempre es posible encontrar un pedazo de nuestro pasado que escape a los típicos y tópicos circuitos turísticos de la ciudad, porque... ¿quién podría imaginar una Necrópolis romana en la Carretera de Carmona?


6 de septiembre de 2011

Vida nueva, nueva Vida

Disculpen mi ausencia durante estos días, pero estaba escribiendo la página mas hermosa de mi vida.

Desde el pasado Domingo esta entrada, que publiqué por el mes de Abril, ya puede ser cambiada a tiempo presente.