Érase una vez un jabalí al que no le gustaba la Navidad. Tanto aborrecía estas fechas que siempre procuraba escapar hacia otros parajes alejados del mundanal ruido o, si no le quedaba mas remedio, esperar pacientemente a que se agotaran las páginas en rojo del calendario y que los Reyes Magos reemprendieran su camino de vuelta al lejano Oriente.
Pero ese invierno sus planes habían salido mal. Tanto había llovido, diluviado casi, que nuestro jabalí no había podido apenas salir de casa, con lo que se encontró en Nochebuena inmerso en un ambiente de fiesta, jolgorio y alegría.
- ¿Qué puedo hacer? – se preguntaba el pobre animal – Como me quede aquí no sólo voy a tener que tragarme estas malditas fiestas, sino que incluso tendré que ver a Belén Esteban engullendo las uvas en Nochevieja, y eso puede ser muy desagradable…
En éstas andaba nuestro protagonista cuando vino a su memoria lo que se comentaba en los alrededores acerca de una ciudad sostenible, una ciudad en la que los humanos se desplazaban en cacharros a pedales y en la que la fiebre ecológica había llegado a tal punto que apenas se adornaban las calles para ahorrar energía.
- Allí pasaré lo que queda de Navidad – se dijo el jabalí.
Dicho y hecho: le echó valor, se puso en marcha y tras una jornada de camino bajo la intensa lluvia llegó al fin a la ciudad de la que todos sus vecinos del monte hablaban maravillas. Y vaya si tenían razón, es más, había superado sus expectativas: no sólo en lo relativo al alumbrado navideño, que efectivamente apenas existía, sino que, para su sorpresa, pudo comprobar que el hábitat de los humanos era muy parecido al suyo: el agua de la lluvia había formado lagunas mas grandes que la charca en la que normalmente se revolcaba al mediodía, las calles estaban repletas de desperdicios y restos de comida de los banquetes de Nochebuena y así muchas cosas más que le hacían sentirse como en casa. “Mira por dónde, se dijo, lo mismo prolongo mis vacaciones y me quedo una temporadita más”.
Tan alucinado estaba con lo que veían sus ojos que no escuchó lo que gritaba un humano a un pequeño aparato que sostenía junto a su oreja: “¡Sí, Avenida de las Ciencias, en un matorral!”.
Pocos minutos después, en una de las calles de la ciudad que aún no había sido peatonalizada, una patrulla de policías locales, hartos de poner multas a coches en doble fila, se cruzaba con un coche de bomberos, hartos de desatascar alcantarillas anegadas, que a su vez se había cruzado con un camión de barrenderos, hartos de barrer hojas de árboles, y así hasta 15 unidades de expertos que se dirigían hacia el matorral en el que retozaba nuestro jabalí, que ahora estaba intentando descubrir qué diablos eran esas cosas color rojo que colgaban de los balcones.
No se lo esperaba, nada pudo hacer, sólo correr, y vaya si corrió: 7 horas nada más y nada menos hasta que, pasada la medianoche, pagó su tributo a Caronte tras recibir una certera cuchillada a manos de uno de los expertos cazadores que se habían sumado al elenco perseguidor.
Al menos tuvo un final ecológico y sostenible: no podía ser menos en la ciudad a la que había ido a morir.
Moraleja: Sevilla es la "ciudad de la personas", al menos de momento, y no es lugar para jabalíes, o mas concretamente para jabalíes con forma de jabalíes, aunque con sus modales los haya a patadas.
Esta entrada no la publiqué ayer para que no pareciera una inocentada, pero es totalmente cierta o mas bien, como las películas de sobremesa de Antena 3, está basada en un hecho real.